La gallina degollada

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Horacio Quiroga

Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.

El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.

Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.

El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.

Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?

Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.

Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.

—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.

El padre, desolado, acompañó al médico afuera.

—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.

—¡Sí!… ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que…?

—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.

Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.

Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota.

Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!

Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.

Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.

Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.

No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.

Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.

—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.

Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.

—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.

Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:

—De nuestros hijos, ¿me parece?

—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.

Esta vez Mazzini se expresó claramente:

—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?

—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!… ¡No faltaba más!… —murmuró.

—¿Qué no faltaba más?

—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.

Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.

—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.

—Como quieras; pero si quieres decir…

—¡Berta!

—¡Como quieras!

Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.

Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.

Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.

Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.

Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.

—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces…?

—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.

Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!

—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti… ¡tisiquilla!

—¡Qué! ¿Qué dijiste?…

—¡Nada!

—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!

Mazzini se puso pálido.

—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!

—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!

Mazzini explotó a su vez.

—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!

Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueran los agravios.

Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.

A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.

El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación… Rojo… rojo…

—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.

Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.

—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!

Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.

Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.

Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.

De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero aun no alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.

Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.

Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.

—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.

—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.

—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.

Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.

—Me parece que te llama—le dijo a Berta.

Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.

—¡Bertita!

Nadie respondió.

—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.

Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.

—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.

Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:

—¡No entres! ¡No entres!

Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.

 

Aquí pasan cosas raras

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Luisa Valenzuela

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En el café de la esquina —todo café que se precie está en esquina, todo sitio de encuentro es un cruce entre dos vías (dos vidas)— Mario y Pedro piden sendos cortados y les ponen mucha azúcar porque el azúcar es gratis y alimenta. Mario y Pedro están sin un mango desde hace rato y no es que se quejen demasiado pero bueno, ya es hora de tener un poco de suerte, y de golpe ven el portafolios abandonado y tan sólo mirándose se dicen que quizá el momento haya llegado. Propio ahí, muchachos, en el café de la esquina, uno de tantos.
Está sólito el portafolios sobre la silla arrimada a la mesa y nadie viene a buscarlo.
Entran y salen los chochamus del barrio, comentan cosas que Mario y Pedro no escuchan: Cada vez hay más y tienen tonadita, vienen de tierra adentro… me pregunto qué hacen, para qué han venido. Mario y Pedro se preguntan en cambio si alguien va a sentarse a la mesa del fondo, va a descorrer esa silla y encontrar ese portafolios que ya casi aman, casi acarician y huelen y lamen y besan. Uno por fin llega y se sienta, solitario (y pensar que el portafolios estará repleto de billetes y el otro lo va a ligar al módico precio de un batido de Gancia que es lo que finalmente pide después de dudar un rato). Le traen el batido con buena tanda de ingredientes. ¿Al llevarse a la boca qué aceituna, qué pedacito de queso va a notar el portafolios esperándolo sobre la silla al lado de la suya? Pedro y Mario no quieren ni pensarlo y no piensan otra cosa… Al fin y al cabo el tipo tiene tanto o tan poco derecho al portafolios como ellos, al fin y al cabo es sólo cuesten de azar, una mesa mejor elegida y listo. El tipo sorbe su bebida con desgano, traga uno que otro ingrediente; ellos ni pueden pedir otro café porque están en la mala como puede ocurrirle a usted o a mí, más quizá a mí que a usted, pero eso no viene a cuento ahora que Pedro y Mario viven supeditados a un tipo que se saca pedacitos de salame de entre los dientes con la uña mientras termina de tomar su trago y no ve nada, no oye los comentarios de la muchachada: Se los ve en las esquinas. Hasta Elba el otro día me lo comentaba, fíjate, ella que es tan chicata. Ni qué ciencia ficción, aterrizados de otro planeta aunque parecen tipos del interior pero tan peinaditos, atildaditos te digo y yo a uno le pedí la hora pero minga, claro, no tienen reloj. Para qué van a querer reloj, me podes decir, si viven en un tiempo que no es el de nosotros. No. Yo también los vi, salen de debajo de los adoquines en esas calles donde todavía quedan y ahora vaya uno a saber qué buscan aunque sabemos que dejan agujeros en las calles, esos baches enormes por donde salieron y que no se pueden cerrar más.
Ni el tipo del batido de Gancia los escucha ni los escuchan Mario y Pedro, pendientes de un portafolios olvidado sobre una silla que seguro contiene algo de valor porque si no no hubiera sido olvidado así para ellos, tan sólo para ellos, si el tipo del batido no. El tipo del batido de Gancia, copa terminada, dientes escarbados, platitos casi sin tocar, se levanta de la mesa, paga de pie, mozo retira todo mete propina en bolsa pasa el trapo húmedo sobre mesa se aleja y listo, ha llegado el momento porque el café está animado en la otra punta y aquí vacío y Mario y Pedro saben que si no es ahora es nunca.
Portafolios bajo el brazo, Mario sale primero y por eso mismo es el primero en ver el saco de hombre abandonado sobre un coche, contra la vereda. Contra la vereda el coche, y por ende el saco abandonado sobre el techo del mismo. Un saco espléndido de estupenda calidad. También Pedro lo ve, a Pedro le tiemblan las piernas por demasiada coincidencia, con lo bien que a él le vendría un saco nuevo y además con los bolsillos llenos de guita. Mario no se anima a agarrarlo. Pedro sí aunque con cierto remordimiento que crece, casi estalla al ver acercarse a dos canas que vienen hacia ellos con intenciones de
—Encontramos este coche sobre un saco. Este saco sobre un coche. No sabemos qué hacer con él. El saco, digo.
—Entonces déjelo donde lo encontró. No nos moleste con menudencias, estamos para cosas más importantes.
Cosas más trascendentes. Persecución del hombre por el hombre si me está permitido el eufemismo. Gracias a lo cual el célebre saco queda en las manos azoradas de Pedro que lo ha tomado con tanto cariño. Cuánta falta le hacía un saco como éste, sport y seguro bien forradito, ya dijimos, forrado de guita no de seda qué importa la seda. Con el botín bien sujeto enfilan a pie hacia su casa. No se deciden a sacar uno de esos billetes crocantitos que Mario creyó vislumbrar al abrir apenas el portafolios, plata para tomar un taxi o un mísero colectivo.
Por las calles prestan atención por si las cosas raras que están pasando, esas que oyeron de refilón en el café, tienen algo que ver con los hallazgos. Los extraños personajes o no aparecen por esas zonas o han sido reemplazados: dos vigilantes por esquina son muchos vigilantes porque hay muchas esquinas. Ésta no es una tarde gris como cualquiera y pensándolo bien quizá tampoco sea una tarde de suerte como parece. Son las caras sin expresión de un día de semana, tan distintas de las caras sin expresión de los domingos. Pedro y Mario ahora tienen color, tienen máscara y se sienten existir porque en su camino florecieron un portafolios (fea palabra) y un saco sport. (Un saco no tan nuevo como parecía más bien algo raído y con los bordes gastados pero digno. Eso es: un saco digno.) Como tarde no es una tarde fácil, ésta. Algo se desplaza en el aire con el aullido de las sirenas y ellos empiezan a sentirse señalados. Ven policías por todos los rincones, policías en los vestíbulos sombríos, de a pares en todas las esquinas cubriendo el área ciudadana, policías trepidantes en sus motocicletas circulando a contramano como si la marcha del país dependiera de ellos y quizá dependa, sí, por eso están las cosas como están y Mario no se arriesga a decirlo en voz alta porque el portafolios lo tiene trabado, ni que ocultara un micrófono, pero qué paranoia, si nadie lo obliga a cargarlo. Podría deshacerse de él en cualquier rincón y no, ¿cómo largar la fortuna que ha llegado sin pedirla a manos de uno, aunque la fortuna tenga carga de dinamita? Toma el portafolios con más naturalidad, con más cariño, no como si estuviera a punto de estallar. En ese mismo momento Pedro decide ponerse el saco que le queda un poco grande pero no ridículo ni nada de eso. Holgado, sí, pero no ridículo; cómodo, abrigado, cariñoso, gastadito en los bordes, sobado. Pedro mete las manos en los bolsillos del saco (sus bolsillos) y encuentra unos cuantos boletos de colectivo, un pañuelo usado, unos billetes y monedas. No le puede decir nada a Mario y se da vuelta de golpe para ver si los han estado siguiendo. Quizá hayan caído en algún tipo de trampa indefinible, y Mario debe estar sintiendo algo parecido porque tampoco dice palabra. Chifla entre dientes con cara de tipo que toda su vida ha estado cargando un ridículo portafolios negro como ése. La situación no tiene aire tan brillante como en un principio. Parece que nadie los ha seguido, pero vaya uno a saber: gente viene tras ellos y quizá alguno dejó el portafolios y el saco con oscuros designios. Mario se decide por fin y le dice a Pedro en un murmullo: No entremos a casa, sigamos como si nada, quiero ver si nos siguen. Pedro está de acuerdo. Mario rememora con nostalgia los tiempos (una hora atrás) cuando podían hablarse en voz alta y hasta reír. El portafolios se le está haciendo demasiado pesado y de nuevo tiene la tentación de abandonarlo a su suerte. ¿Abandonarlo sin antes haber revisado el contenido? Cobardía pura.
Siguen caminando sin rumbo fijo para despistar a algún posible aunque improbable perseguidor. No son ya Pedro y Mario los que caminan, son un saco y un portafolios convertidos en personajes. Avanzan y por fin el saco decide: Entremos en un bar a tomar algo, me muero de sed.
—¿Con todo esto? ¿Sin siquiera saber de qué se trata?
—Y, sí. Tengo unos pesos en el bolsillo.
Saca la mano azorada con dos billetes. Mil y mil de los viejos, no se anima a volver a hurgar, pero cree —huele— que hay más. Buena falta les hacen unos sandwiches, pueden pedirlos en ese café que parece tranquilo.
Un tipo dice y la otra se llama los sábados no hay pan; cualquier cosa, me pregunto cuál es el lavado de cerebro… En épocas turbulentas no hay como parar la oreja aunque lo malo de los cafés es el ruido de voces que tapa las voces. Lo bueno de los cafés son los tostados mixtos.
Escucha bien, vos que sos inteligente.
Ellos se dejan distraer por un ratito, también se preguntan cuál será el lavado de cerebro, y si el que fue llamado inteligente se lo cree. Creer por creer, los hay dispuestos hasta a creerse lo de los sábados sin pan, como si alguien pudiera ignorar que los sábados se necesita pan para fabricar las hostias del domingo y el domingo se necesita vino para poder atravesar el páramo feroz de los días hábiles.
Cuando se anda por el mundo —los cafés— con las antenas aguzadas se pescan todo tipo de confesiones y se hacen los razonamientos más abstrusos (absurdos), absolutamente necesarios por necesidad de alerta y por culpa de esos dos elementos tan ajenos a ellos que los poseen a ellos, los envuelven sobre todo ahora que esos muchachos entran jadeantes al café y se sientan a una mesa con cara de aquí no ha pasado nada y sacan carpetas, abren libros pero ya es tarde: traen a la policía pegada a sus talones y como se sabe los libros no engañan a los sagaces guardianes de la ley, más bien los estimulan. Han llegado tras los estudiantes para poner orden y lo ponen, a empujones: documentos, vamos, vamos, derechito al celular que espera afuera con la boca abierta, Pedro y Mario no saben cómo salir de allí, cómo abrirse paso entre la masa humana que va abandonando el café a su tranquilidad inicial, convaleciente ahora. Al salir, uno de los muchachos deja caer un paquetito a los pies de Mario que, en un gesto irreflexivo, atrae el paquete con el pie y lo oculta iras el célebre portafolios apoyado contra la silla. De golpe se asusta: cree haber entrado en la locura apropiatoria de todo lo que cae a su alcance. Después se asusta más aún: sabe que lo ha hecho para proteger al pibe pero ¿y si a la cana se le diera por registrarlo a él? Le encontrarían un portafolios que vaya uno a saber qué tiene adentro, un paquete inexplicable (de golpe le da risa, alucina que el paquete es una bomba y ve su pierna volando por los aires simpáticamente acompañada por el portafolios, ya despanzurrado y escupiendo billetes de los gordos, falsos). Todo esto en el brevísimo instante de disimular el paquetito y después nada. Más vale dejar la mente en blanco, guarda con los canas telépatas y esas cosas. ¿Y qué se estaba diciendo hace mil años cuando reinaba la calma?: un lavado de cerebro; necesario sería un autolavado de cerebro para no delatar lo que hay dentro de esa cabecita loca —la procesión va por dentro, muchachos. Los muchachos se alejan, llevados un poquito a las patadas por los azules, el paquete queda allí a los pies de estos dos señores dignos, señores de saco y portafolios (uno de cada para cada). Dignos señores o muy solos en el calmo café, señores a los que ni un tostado mixto podrá ya consolar.
Se ponen de pie. Mario sabe que si deja el paquetito el mozo lo va a llamar y todo puede ser descubierto. Se lo lleva, sumándolo así al botín del día pero por poco rato; lo abandona en una calle solitaria dentro de un tacho de basura como quien no quiere la cosa y temblando. Pedro a su lado no entiende nada pero por suerte no logra reunir las fuerzas para preguntar.
En épocas de claridad pueden hacerse todo tipo de preguntas, pero en momentos como éste el solo hecho de seguir vivo ya condensa todo lo preguntable y lo desvirtúa. Sólo se puede caminar, con uno que otro alto en el camino, eso sí, para ver por ejemplo por qué llora este hombre. Y el hombre llora de manera tan mansa, tan incontrolada, que es casi sacrilego no detenerse a su lado y hasta preocuparse. Es la hora de cierre de las tiendas y las vendedoras que enfilan a sus casas quieren saber de qué se trata: el instinto maternal siempre está al acecho en ellas, y el hombre llora sin consuelo. Por fin logra articular Ya no puedo más, y el corrillo de gente que se ha formado a su alrededor pone cara de entender pero no entiende. Cuando sacude el diario y grita No puedo más, algunos creen que ha leído las noticias y el peso del mundo le resulta excesivo. Ya están por irse y dejarlo abandonado a su flojera. Por fin entre hipos logra explicar que busca trabajo desde hace meses y ya no le queda un peso para el colectivo ni un gramo de fuerza para seguir buscando.
—Trabajo, le dice Pedro a Mario. Vamos, no tenemos nada que hacer acá.
—Al menos, no tenemos nada que ofrecerle. Ojalá tuviéramos.
Trabajo, trabajo, corean los otros y se conmueven porque ésa sí es palabra inteligible y no las lágrimas. Las lágrimas del hombre siguen horadando el asfalto y vaya uno a saber qué encuentran pero nadie se lo pregunta aunque quizá él sí, quizá él se esté diciendo mis lágrimas están perforando la tierra y el llanto puede descubrir petróleo. Si me muero acá mismo quizá pueda colarme por los agujeritos que hacen las lágrimas en el asfalto y al cabo de mil años convertirme en petróleo para que otro como yo, en estas mismas circunstancias… Una idea bonita pero el corrillo no lo deja sumirse en sus pensamientos que de alguna manera —intuye— son pensamientos de muerte (el corrillo se espanta: pensar en muerte así en plena calle, qué atentado contra la paz del ciudadano medio a quien sólo le llega la muerte por los diarios). Falta de trabajo sí, todos entienden la falta de trabajo y están dispuestos a ayudarlo. Es mejor que la muerte. Y las buenas vendedoras de las casas de artefactos electrodomésticos abren sus carteras y sacan algunos billetes por demás estrujados, de inmediato se organiza la colecta, las más decididas toman el dinero de los otros y los instan a aflojar más. Mario está tentado de abrir el portafolios ¿qué tesoros habrá ahí dentro para compartir con ese tipo? Pedro piensa que debería haber recuperado el paquete que Mario abandonó en un tacho de basura. Quizá eran herramientas de trabajo, pintura en aerosol, o el perfecto equipito para armar una bomba, cualquier cosa para darle a este tipo y que la inactividad no lo liquide.
Las chicas están ahora pujando para que el tipo acepte el dinero juntado. El tipo chilla y chilla que no quiere limosnas. Alguna le explica que sólo se trata de una contribución espontánea para sacar del paso a su familia mientras él sigue buscando trabajo con más ánimo y el estómago lleno. El cocodrilo llora ahora de emoción. Las vendedoras se sienten buenas, redimidas, y Pedro y Mario deciden que éste es un tipo de suerte.
Quizá junto a este tipo Mario se decida a abrir el portafolios, Pedro pueda revisar a fondo el secreto contenido de los bolsillos del saco.
Entonces, cuando el tipo queda solo, lo toman del brazo y lo invitan a comer con ellos. El tipo al principio se resiste, tiene miedo de estos dos: pueden querer sacarle la guita que acaba de recibir. Ya no se sabe si es cierto o si es mentira que no encuentra trabajo o si ése es su trabajo, simular la desesperación para que la gente de los barrios se conmueva. Reflexiona rápidamente: Si es cierto que soy un desesperado y todos fueron tan buenos conmigo no hay motivo para que estos dos no lo sean. Si he simulado la desesperación quiere decir que mal actor no soy y voy a poder sacarles algo a estos dos también. Decide que tienen una mirada extraña pero parecen honestos, y juntos se van a un boliche para darse el lujo de unos buenos chorizos y bastante vino.
Tres, piensa alguno de ellos, es un número de suerte. Vamos a ver si de acá sale algo bueno.
¿Por qué se les ha hecho tan tarde contándose sus vidas que quizá sean ciertas? Los tres se descubren una idéntica necesidad de poner orden y relatan minuciosamente desde que eran chicos hasta estos días aciagos en que tantas cosas raras están pasando. El boliche queda cerca del Once y ellos por momentos sueñan con irse o con descarrilar un tren o algo con tal de aflojar la tensión que los infla por dentro. Ya es la hora de las imaginaciones y ninguno de los tres quiere pedir la cuenta. Ni Pedro ni Mario han hablado de sus sorpresivos hallazgos. Y el tipo ni sueña con pagarles la comida a estos dos vagos que para colmo lo han invitado.
La tensión se vuelve insoportable y sólo hay que decidirse. Han pasado horas. Alrededor de ellos los mozos van apilando las sillas sobre las mesas, como un andamiaje que poco a poco se va cerrando, amenaza con engullirlos porque los mozos en un insensible ardor de construcción siguen apilando sillas sobre sillas, mesas sobre mesas y sillas y más sillas. Van a quedar aprisionados en una red de patas de madera, tumba de sillas y una que otra mesa. Buen final para estos tres cobardes que no se animaron a pedir la cuenta. Aquí yacen: pagaron con sus vidas siete sandwiches de chorizo y dos jarras de vino de la casa. Fue un precio equitativo.
Pedro por fin —el arrojado Pedro— pide la cuenta y reza para que la plata de los bolsillos exteriores alcance. Los bolsillos internos son un mundo inescrutable aun allí, escudado por las sillas; los bolsillos internos conforman un laberinto demasiado intrincado para él. Tendría que recorrer vidas ajenas al meterse en los bolsillos interiores del saco, meterse en lo que no le pertenece, perderse de sí mismo entrando a paso firme en la locura.
La plata alcanza. Y los tres salen del restaurant aliviados y amigos. Como quien se olvida, Mario ha dejado el portafolios —demasiado pesado, ya— entre la intrincada construcción de sillas y mesas encimadas, seguro de que no lo van a encontrar hasta el día siguiente. A las pocas cuadras se despiden del tipo y siguen camino al departamento que comparten. Cuando están por llegar, Pedro se da cuenta de que Mario ya no tiene el portafolios. Entonces se quita el saco, lo estira con cariño y lo deja sobre un auto estacionado, su lugar de origen. Por fin abren la puerta del departamento sin miedo, y se acuestan sin miedo, sin plata y sin ilusiones. Duermen profundamente, hasta el punto que Mario, en un sobresalto, no logra saber si el estruendo que lo acaba de despertar ha sido real o soñado.

Un triste caso

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James Joyce

Mr James Duffy residía en Chapelizod porque quería vivir lo más lejos posible de la capital de que era ciudadano y por­que encontraba todos los otros suburbios de Dublín mezqui­nos, modernos y pretenciosos. Vivía en una casa vieja y som­bría y desde su ventana podía ver la destilería abandonada y, más arriba, el río poco profundo en que se fundó Dublín. Las altivas paredes de su habitación sin alfombras se veían libres de cuadros. Había comprado él mismo las piezas del mobiliario: una cama de hierro negro, un lavamanos de hie­rro, cuatro sillas de junco, un perchero-ropero, una arqueta, carbonera, un guardafuegos con sus atizadores y una mesa cuadrada sobre la que había un escritorio doble. En un nicho había hecho un librero con anaqueles de pino blanco. La cama estaba tendida con sábanas blancas y cubierta a los pies por una colcha escarlata y negra. Un espejito de mano colgaba sobre el lavamanos y durante el día una lámpara de pantalla blanca era el único adorno de la chimenea. Los libros en los anaqueles blancos estaban arreglados por su peso, de abajo arriba. En el anaquel más bajo estaban las obras completas de Wordsworth y en un extremo del estante de arriba había un ejemplar del Catecismo de Maynooth cosido a la tapa de una libreta escolar. Sobre el escritorio tenía siempre mate­rial para escribir. En el escritorio reposaba el manuscrito de una traducción de Michael Kramer de Hauptmann, con las acotaciones escénicas en tinta púrpura y una resma de papel cogida por un alfiler de cobre. Escribía una frase en estas hojas de cuando en cuando y, en un momento irónico, pegó el recor­te de un anuncio de Píldoras de Bilis en la primera hoja.

Al levantar la tapa del escritorio se escapaba de él una fragancia tenue -el olor a lápices de cedro nuevos o de un pomo de goma o de una manzana muy madura que dejara allí olvidada.
Mr Duffy aborrecía todo lo que participara del desorden mental o físico. Un médico medieval lo habría tildado de sa­turnino. Su cara, que era el libro abierto de su vida, tenía el tinte cobrizo de las calles de Dublín. En su cabeza larga y bastante grande crecía un pelo seco y negro y un bigote leo­nado que no cubría del todo una boca nada amable. Sus pómu­los le daban a su cara un aire duro; pero no había nada duro en sus ojos que, mirando el mundo por debajo de unas cejas leoninas, daban la impresión de un hombre siempre dispuesto a saludar en el prójimo un instinto redimible pero decepciona­do a menudo. Vivía a cierta distancia de su cuerpo, observando sus propios actos con mirada furtiva y escéptica. Poseía un extraño hábito autobiográfico que lo llevaba a componer men­talmente una breve oración sobre sí mismo, con el sujeto en tercera persona y el predicado en tiempo pretérito. Nunca daba limosnas y caminaba erguido, llevando un robusto bastón de avellano.
Fue durante años cajero de un banco privado de Baggot Street. Cada mañana venía desde Chapelizod en tranvía. A me­diodía iba a Dan Burke a almorzar: una botella grande de láguer y una bandejita llena de bizcochos de arrorruz. Quedaba libre a las cuatro. Comía en una casa de comidas en George’s Street donde se sentía a salvo de la compañía de la dorada juventud dublinesa y donde había una cierta honestidad rústica en cuanto a la cuenta. Pasaba las noches sentado al piano de su casera o recorriendo los suburbios. Su amor por la música de Mozart lo llevaba a veces a la ópera o a un concierto: eran éstas las únicas liviandades en su vida.
No tenía colegas ni amigos ni religión ni credo. Vivía su vida espiritual sin comunión con el prójimo, visitando a los parientes por Navidad y acompañando el cortejo si morían. Llevaba a cabo estos dos deberes sociales en honor a la dig­nidad ancestral, pero no concedía nada más a las convenciones que rigen la vida en común. Se permitía creer que, dadas cier­tas circunstancias, podría llegar a robar en su banco, pero, como estas circunstancias nunca se dieron, su vida se extendía uniforme -una historia exenta de peripecias.
Una noche se halló sentado junto a dos señoras en la Ro­tunda. La sala, en silencio y apenas concurrida, auguraba un rotundo fracaso. La señora sentada a su lado echó una mirada en redondo, una o dos veces, y después dijo:
-¡Qué pena que haya tan pobre entrada esta noche! Es tan duro tener que cantar a las butacas vacías.
Entendió él que dicha observación lo invitaba a conversar. Se sorprendió de que ella pareciera tan poco embarazada. Mientras hablaba trató de fijarla en la memoria. Cuando supo que la joven sentada al otro lado era su hija, juzgó que ella debía de ser un año menor que él o algo así. Su cara, que de­bió de ser hermosa, era aún inteligente: un rostro ovalado de facciones decisivas. Los ojos eran azul oscuro y firmes. Su mirada comenzaba con una nota de desafío pero, confundida por lo que parecía un deliberado extravío de la pupila en el iris, reveló momentáneamente un temperamento de gran sensi­bilidad. La pupila se enderezó rápida, la naturaleza a medias revelada cayó bajo el influjo de la prudencia, y su chaqueta de astracán, que modelaba un busto un tanto pleno, acentuó definitivamente la nota desafiante.
La encontró unas semanas más tarde en un concierto en Earlsfort Terrace y aprovechó el momento en que la hija es­taba distraída para intimar. Ella aludió una o dos veces a su esposo, pero su tono no era como para convertir la mención en aviso. Se llamaba Mrs Sinico. El tatarabuelo de su esposo había venido de Leghom. Su esposo era capitán de un buque mercante que hacía la travesía entre Dublín y Holanda; y no tenían más que una hija.
Al encontrarla casualmente por tercera vez halló valor para concertar una cita. Ella fue. Fue éste el primero de muchos encuentros; se veían siempre por las noches y escogían para pasear las calles más calladas. A Mr Duffy, sin embargo, le repugnaba la clandestinidad y, al advertir que estaban conde­nados a verse siempre furtivamente, la obligó a que lo invitara a su casa. El capitán Sinico propiciaba tales visitas, pensando que estaba en juego la mano de su hija. Había eliminado aquél a su esposa tan francamente de su elenco de placeres que no sospechaba que alguien pudiera interesarse en ella. Como el esposo estaba a menudo de viaje y la hija salía a dar lecciones de música, Mr Duffy tuvo muchísimas ocasiones de disfrutar la compañía de la dama. Ninguno de los dos había tenido antes una aventura y no parecían conscientes de ninguna incongruen­cia. Poco a poco sus pensamientos se ligaron a los de ella. Le prestaba libros, la proveía de ideas, compartía con ella su vida intelectual.

Ella era todo oídos.
En ocasiones, como retribución a sus teorías, ella le con­fiaba datos sobre su vida. Con solicitud casi maternal ella lo urgió a que le abriera su naturaleza de par en par; se volvió su confesora. El le contó que había asistido en un tiempo a los mítines de un grupo socialista irlandés, donde se sintió como una figura única en medio de una falange de obreros sobrios, en una buhardilla alumbrada con gran ineficacia por un candil. Cuando el grupo se dividió en tres células, cada una en su buhardilla y con un líder, dejó de asistir a aquellas reuniones. Las discusiones de los obreros, le dijo, eran muy timoratas; el interés que prestaban a las cuestiones salariales, desmedido. Opinaba que se trataba de ásperos realistas que se sentían agraviados por una precisión producto de un ocio que estaba fuera de su alcance. No era probable, le dijo, que ocurriera una revolución social en Dublín en siglos.
Ella le preguntó que por qué no escribía lo que pensaba. Para qué, le preguntó él, con cuidado desdén. ¿Para competir con fraseólogos incapaces de pensar consecutivamente por se­senta segundos? ¿Para someterse a la crítica de una burguesía obtusa, que confiaba su moral a la policía y sus bellas artes a un empresario?
Iba a menudo a su chalecito en las afueras de Dublín y a menudo pasaban la tarde solos. Poco a poco, según se trenza­ban sus pensamientos, hablaban de asuntos menos remotos. La compañía de ella era como un clima cálido para una planta exótica. Muchas veces ella dejó que la oscuridad los envolvie­ra, absteniéndose de encender la lámpara. El discreto cuarto a oscuras, el aislamiento, la música que aún vibraba en sus oídos, los unía. Esta unión lo exaltaba, limaba las asperezas de su carácter, hacía emotiva su vida intelectual. A veces se sor­prendía oyendo el sonido de su voz. Pensó que a sus ojos debía él alcanzar una estatura angelical; y, al juntar más y más a su persona la naturaleza fervorosa de su acompañante, escuchó aquella extraña voz impersonal que reconocía como propia, in­sistiendo en la soledad del alma, incurable. Es imposible la entrega, decía la voz: uno se pertenece a sí mismo. El final de esos discursos fue que una noche durante la cual ella había mostrado los signos de una excitación desusada, Mrs Sinico le cogió una mano apasionadamente y la apretó contra su mejilla.
Mr Duffy se sorprendió mucho. La interpretación que ella había dado a sus palabras lo desilusionó. Dejó de visitarla du­rante una semana; luego, le escribió una carta pidiéndole en­contrarse. Como él no deseaba que su última entrevista se viera perturbada por la influencia del confesionario en ruinas, se en­contraron en una pastelería cerca de Parkgate. El tiempo era de aterido otoño, pero a pesar del frío vagaron por los senderos del parque cerca de tres horas. Acordaron romper la comu­nión: todo lazo, dijo él, es una atadura dolorosa. Cuando salieron del parque caminaron en silencio hacia el tranvía; pero aquí empezó ella a temblar tan violentamente que, te­miendo él otro colapso de su parte, le dijo rápido adiós y la dejó. Unos días más tarde recibió un paquete que contenía sus libros y su música.
Pasaron cuatro años. Mr Duffy retornó a su vida habitual. Su cuarto era todavía testigo de su mente metódica. Unas par­tituras nuevas colmaban los atriles en el cuarto de abajo y en los anaqueles había dos obras de Nietzsche: Así hablaba Za­ratustra y La Gaya Ciencia. Muy raras veces escribía en la pila de papeles que reposaba en su escritorio. Una de sus sen­tencias, escrita dos meses después de la última entrevista con Mrs Sinico, decía: El amor entre hombre y hombre es impo­sible porque no debe haber comercio sexual, y la amistad entre hombre y mujer es imposible porque debe haber comercio se­xual. Se mantuvo alejado de los conciertos por miedo a encon­trarse con ella. Su padre murió; el socio menor del banco se retiró. Y todavía iba cada mañana a la ciudad en tranvía y cada tarde caminaba de regreso de la ciudad a la casa, des­pués de comer con moderación en George’s Street y de leer un vespertino como postre.
Una noche, cuando estaba a punto de echarse a la boca una porción de cecina y coles su mano se detuvo. Sus ojos se fijaron en un párrafo del diario que había recostado a la jarra del agua. Volvió a colocar el bocado en el plato y leyó el pá­rrafo atentamente. Luego, bebió un vaso de agua, echó el plato a un lado, dobló el periódico colocándolo entre sus codos y leyó el párrafo una y otra vez. La col comenzó a depositar una fría grasa blancuzca en el plato. La muchacha vino a pregun­tarle si su comida no estaba bien cocida. El respondió que estaba muy buena y comió unos pocos bocados con dificultad. Luego, pagó la cuenta y salió.
Caminó rápido en el crepúsculo de noviembre, su robusto bastón de avellano golpeando el suelo con regularidad, el borde amarillento del informativo Mail atisbando desde un bolsillo lateral de su ajustada chaqueta-sobretodo. En el solitario ca­mino de Parkgate a Chapelizod aflojó el paso. Su bastón gol­peaba el suelo menos enfático y su respiración irregular, casi con sonido de suspiros, se condensaba en el aire invernal. Cuando llegó a su casa subió enseguida a su cuarto y, sacando el diario del bolsillo, leyó el párrafo de nuevo a la mortecina luz de la ventana. No leyó en voz alta, sino moviendo los labios como hace el sacerdote cuando lee la secreta. He aquí el pá­rrafo

Un Triste Caso

RESULTA MUERTA UNA SEÑORA

EN LA ESTACION DE SYDNEY

En el Hospital Municipal de Dublín, el fiscal forense auxi­liar (por ausencia de Mr Leverett) llevó a cabo hoy una encuesta sobre la muerte de Mrs Emily Sinico, de cuarenta y tres años de edad, quien resultara muerta en la estación de Sydney Parade ayer noche. La evidencia arrojó que al intentar cruzar la vía, la desaparecida fue derribada por la locomotora del tren de Kings­ton (el correo de las diez), sufriendo heridas de consideración en la cabeza y en el costado derecho, a consecuencia de las cuales hubo de fallecer.
El motorista, James Lennon, declaró que es empleado de los ferrocarriles desde hace quince años. Al oír él pito del guarda­vías, puso el tren en marcha, pero uno o dos segundos después tuvo que aplicar los frenos en respuesta a unos alaridos. El tren iba despacio.
El maletero P. Dunne declaró que el tren estaba a punto de arrancar cuando observó a una mujer que intentaba cruzar la vía férrea. Corrió hacia ella dando gritos, pero, antes de que lograra darle alcance, la infortunada fue alcanzada por el pa­rachoques de la locomotora y derribada al suelo.
Un miembro del jurado. – ¿Vio usted caer a la señora?
Testigo. – Sí.
El sargento de la policía Croly declaró que cuando llegó al lugar del suceso encontró a la occisa tirada en la plataforma, aparentemente muerta. Hizo trasladar el cadáver al salón de es­pera, pendiente de la llegada de una ambulancia.
El gendarme 57E corroboró la declaración.
El doctor Halpin, segundo cirujano del Hospital Municipal de Dublín, declaró que la occisa tenía dos costillas fracturadas y había sufrido severas contusiones en el hombro derecho. Re­cibió una herida en el lado derecho de la cabeza a resultas de la caída. Las heridas no habrían podido causar la muerte de una persona normal. El deceso, según su opinión, se debió a un trau­ma y a un fallo cardíaco repentino.
Mr H. B. Patterson Finlay expresó, en nombre de la com­pañía de ferrocarriles, su más profunda pena por dicho acci­dente. La compañía, declaró, ha tomado siempre precauciones para impedir que los pasajeros crucen las vías si no es por los puentes, colocando al efecto anuncios en cada estación y tam­bién mediante el uso de barreras de resorte en los pasos a nivel. La difunta tenía por costumbre cruzar las líneas, tarde en la noche, de plataforma en plataforma, y en vista de las demás circunstancias del caso, declaró que eximía a los empleados del ferrocarril de toda responsabilidad.
El capitán Sinico, de Leoville, Sydney Parade, esposo de la occisa, también hizo su deposición. Declaró que la difunta era su esposa, que él no estaba en Dublín al momento del acciden­te, ya que había arribado esa misma mañana de Rotterdam. Llevaban veintidós años de casados y habían vivido felizmente hasta hace cosa de dos años, cuando su esposa comenzó a mos­trarse destemplada en sus costumbres.
Miss Mary Sinico dijo que últimamente su madre había ad­quirido el hábito de salir de noche a comprar bebidas espirituo­sas. Atestiguó que en repetidas ocasiones había intentado hacer entrar a su madre en razón, habiéndola inducido a que ingre­sara en la liga antialcohólica. La joven declaró no encontrarse en casa cuando ocurrió el accidente.
El jurado dio su veredicto de acuerdo con la evidencia mé­dica y exoneró al mencionado Lennon de toda culpa.
El fiscal forense auxiliar dijo que se trataba de un triste caso y expresó su condolencia al capitán Sinico y a su hija. Urgió a la compañía ferroviaria a tomar todas las medidas a su alcance para prevenir la posibilidad de accidentes semejantes en el fu­turo. No se culpó a terceros.

Mr Duffy levantó la vista del periódico y miró por la ven­tana al melancólico paisaje. El río corría lento junto a la des­tilería y de cuando en cuando se veía una luz en una casa en la carretera a Lucan. ¡Qué fin! Toda la narración de su muerte lo asqueaba y lo asqueaba pensar que alguna vez le habló a ella de lo que tenía por más sagrado. Las frases deshilvanadas, las inanes expresiones de condolencia, las cautas palabras del periodista habían conseguido ocultar los detalles de una muerte común, vulgar, y esto le atacó al estómago. No era sólo que ella se hubiera degradado; lo degradaba a él también. Vio la escuálida ruta de su vicio miserable y maloliente. ¡Su alma gemela! Pensó en los trastabillantes derrelictos que veía lle­vando latas y botellas a que se las llenara el dependiente. ¡Por Dios, qué final! Era evidente que no estaba preparada para la vida, sin fuerza ni propósito como era, fácil presa del vicio: una de las ruinas sobre las que se erigían las civilizaciones. ¡Pero que hubiera caído tan bajo! ¿Sería posible que se hubie­ra engañado tanto en lo que a ella respectaba? Recordó los exabruptos de aquella noche y los interpretó en un sentido más riguroso que lo había hecho jamás. No tenía dificultad alguna en aprobar ahora el curso tomado.
Como la luz desfallecía y su memoria comenzó a divagar pensó que su mano tocaba la suya. La sorpresa que atacó pri­mero su estómago comenzó a atacarle los nervios. Se puso el sobretodo y el sombrero con premura y salió. El aire frío lo recibió en el umbral; se le coló por las mangas del abrigo. Cuando llegó al pub del puente de Chapelizod entró y pidió un ponche caliente.
El propietario vino a servirle obsequioso, pero no se aven­turó a dirigirle la palabra. Había cuatro o cinco obreros en el establecimiento discutiendo el valor de la hacienda de un señor del condado de Kildare. Bebían de sus grandes vasos a inter­valos y fumaban, escupiendo al piso a menudo y en ocasiones barriendo el serrín sobre los salivazos con sus botas pesadas. Mr Duffy se sentó en su banqueta y los miraba sin verlos ni oírlos. Se fueron después de un rato y él pidió otro ponche. Se sentó ante el vaso por mucho rato. El establecimiento es­taba muy tranquilo. El propietario estaba tumbado sobre el mostrador leyendo el Herald y bostezando. De vez en cuando se oía un tranvía siseando por la desolada calzada.
Sentado allí, reviviendo su vida con ella y evocando alter­nativamente las dos imágenes con que la concebía ahora, se dio cuenta de que estaba muerta, que había dejado de existir, que se había vuelto un recuerdo. Empezó a sentirse desazona­do. Se preguntó qué otra cosa pudo haber hecho. No podía haberla engañado haciéndole una comedia; no podía haber vi­vido con ella abiertamente. Hizo lo que creyó mejor. ¿Tenía él acaso la culpa? Ahora que se había ido ella para siempre entendió lo solitaria que debía haber sido su vida, sentada noche tras noche, sola, en aquel cuarto. Su vida sería igual de solitaria hasta que, él también, muriera, dejara de existir, se volviera un recuerdo -si es que alguien lo recordaba.
Eran más de las nueve cuando dejó el pub. La noche era fría y tenebrosa. Entró al parque por el primer portón y caminó bajo los árboles esmirriados. Caminó por los senderos yermos por donde habían andado cuatro años atrás. Por momentos creyó sentir su voz rozar su oído, su mano tocando la suya. Se detuvo a escuchar. ¿Por qué le había negado a ella la vida? ¿Por qué la condenó a muerte? Sintió que su existencia moral se hacía pedazos.
Cuando alcanzó la cresta de Magazine Hill se detuvo a mirar a lo largo del río y hacia Dublín, cuyas luces ardían ro­jizas y acogedoras en la noche helada. Miró colina abajo y, en la base, a la sombra del muro del parque, vio unas figuras caídas: parejas. Esos amores triviales y furtivos lo colmaban de desespero. Lo carcomía la rectitud de su vida; sentía que lo habían desterrado del festín de la vida. Un ser humano parecía haberlo amado y él le negó la felicidad y la vida: la sentenció a la ignominia y a morir de vergüenza. Sabía que las criaturas postradas allá abajo junto a la muralla lo observaban y desea­ban que acabara de irse. Nadie lo quería; era un desterrado del festín de la vida. Volvió sus ojos al resplandor gris del río, serpeando hacia Dublín. Más allá del río vio un tren de carga serpeando hacia la estación de Kingsbridge, como un gusano de cabeza fogosa serpeando en la oscuridad, obstinado y laborioso. Lentamente se perdió de vista; pero todavía sonó en su oído el laborioso rumor de la locomotora repitiendo las sílabas de su nombre.
Regresó lentamente por donde había venido, el ritmo de la máquina golpeando en sus oídos. Comenzó a dudar de la rea­lidad de lo que la memoria le decía. Se detuvo bajo un árbol a dejar que murieran aquellos ritmos. No podía sentirla en la oscuridad ni su voz podía rozar su oído. Esperó unos minutos, tratando de oír. No se oía nada: la noche era de un silencio perfecto. Escuchó de nuevo: perfectamente muda. Sintió que se había quedado solo.

El perseguidor

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Julio Cortázar

Dédée me ha llamado por la tarde diciéndome que Johnny no estaba bien, y he ido en seguida al hotel. Desde hace unos días Johnny y Dédée viven en un hotel de la rue Lagrange, en una pieza del cuarto piso. Me ha bastado ver la puerta de la pieza para darme cuenta de que Johnny está en la peor de las miserias; la ventana da a un patio casi negro, y a la una de la tarde hay que tener la luz encendida si se quiere leer el diario o verse la cara. No hace frío, pero he encontrado a Johnny envuelto en una frazada, encajado en un roñoso sillón que larga por todos lados pedazos de estopa amarillenta. Dédée está envejecida, y el vestido rojo le queda muy mal; es un vestido para el trabajo, para las luces de la escena; en esa pieza del hotel se convierte en una especie de coágulo repugnante.
—El compañero Bruno es fiel como el mal aliento —ha dicho Johnny a manera de saludo, remontando las rodillas hasta apoyar en ellas el mentón. Dédée me ha alcanzado una silla y yo he sacado un paquete de Gauloises. Traía un frasco de ron en el bolsillo, pero no he querido mostrarlo hasta hacerme una idea de lo que pasa. Creo que lo más irritante era la lamparilla con su ojo arrancado colgando del hilo sucio de moscas. Después de mirarla una o dos veces, y ponerme la mano como pantalla, le he preguntado a Dédée si no podíamos apagar la lamparilla y arreglarnos con la luz de la ventana. Johnny seguía mis palabras y mis gestos con una gran atención distraída, como un gato que mira fijo pero que se ve que está por completo en otra cosa; que es otra cosa. Por fin Dédée se ha levantado y ha apagado la luz. En lo que quedaba, una mezcla de gris y negro, nos hemos reconocido mejor. Johnny ha sacado una de sus largas manos flacas de debajo de la frazada, y yo he sentido la fláccida tibieza de su piel. Entonces Dédée ha dicho que iba a preparar unos nescafés. Me ha alegrado saber que por lo menos tienen una lata de nescafé. Siempre que una persona tiene una lata de nescafé me doy cuenta de que no está en la última miseria; todavía puede resistir un poco.
—Hace rato que no nos veíamos —le he dicho a Johnny—. Un mes por lo menos.
—Tú no haces más que contar el tiempo —me ha contestado de mal humor—. El primero, el dos, el tres, el veintiuno. A todo le pones un número, tú. Y ésta es igual. ¿Sabes por qué está furiosa? Porque he perdido el saxo. Tiene razón, después de todo.
—¿Pero cómo has podido perderlo? —le he preguntado, sabiendo en el mismo momento que era justamente lo que no se le puede preguntar a Johnny.
—En el métro —ha dicho Johnny—. Para mayor seguridad lo había puesto debajo del asiento. Era magnífico viajar sabiendo que lo tenía debajo de las piernas, bien seguro.
—Se dio cuenta cuando estaba subiendo la escalera del hotel —ha dicho Dédée, con la voz un poco ronca—. Y yo tuve que salir como una loca a avisar a los del métro, a la policía.
Por el silencio siguiente me he dado cuenta de que ha sido tiempo perdido. Pero Johnny ha empezado a reírse como hace él, con una risa más atrás de los dientes y de los labios.
—Algún pobre infeliz estará tratando de sacarle algún sonido —ha dicho—. Era uno de los peores saxos que he tenido nunca; se veía que Doc Rodríguez había tocado en él, estaba completamente deformado por el lado del alma. Como aparato en sí no era malo, pero Rodríguez es capaz de echar a perder un Stradivarius con solamente afinarlo.
—¿Y no puedes conseguir otro?
—Es lo que estamos averiguando —ha dicho Dédée—. Parece que Rory Friend tiene uno. Lo malo es que el contrato de Johnny…
—El contrato —ha remedado Johnny—. Qué es eso del contrato. Hay que tocar y se acabó, y no tengo saxo ni dinero para comprar uno, y los muchachos están igual que yo.
Esto último no es cierto, y los tres lo sabemos. Nadie se atreve ya a prestarle un instrumento a Johnny, porque lo pierde o acaba con él en seguida. Ha perdido el saxo de Louis Rolling en Bordeaux, ha roto en tres pedazos, pisoteándolo y golpeándolo, el saxo que Dédée había comprado cuando lo contrataron para una gira por Inglaterra. Nadie sabe ya cuántos instrumentos lleva perdidos, empeñados o rotos. Y en todos ellos tocaba como yo creo que solamente un dios puede tocar un saxo alto, suponiendo que hayan renunciado a las liras y a las flautas.
—¿Cuándo empiezas, Johnny?
—No sé. Hoy, creo, ¿eh, Dé?
—No, pasado mañana.
—Todo el mundo sabe las fechas menos yo —rezonga Johnny, tapándose hasta las orejas con la frazada—. Hubiera jurado que era esta noche, y que esta tarde había que ir a ensayar.
—Lo mismo da —ha dicho Dédée—. La cuestión es que no tienes saxo.
—¿Cómo lo mismo da? No es lo mismo. Pasado mañana es después de mañana, y mañana es mucho después de hoy. Y hoy mismo es bastante después de ahora, en que estamos charlando con el compañero Bruno y yo me sentiría mucho mejor si me pudiera olvidar del tiempo y beber alguna cosa caliente.
—Ya va a hervir el agua, espera un poco.
—No me refería al calor por ebullición ha dicho Johnny. Entonces he sacado el frasco de ron y ha sido como si encendiéramos la luz, porque Johnny ha abierto de par en par la boca, maravillado, y sus dientes se han puesto a brillar, y hasta Dédée ha tenido que sonreírse al verlo tan asombrado y contento. El ron con el nescafé no estaba mal del todo, y los tres nos hemos sentido mucho mejor después del segundo trago y de un cigarrillo. Ya para entonces he advertido que Johnny se retraía poco a poco y que seguía haciendo alusiones al tiempo, un tema que le preocupa desde que lo conozco. He visto pocos hombres tan preocupados por todo lo que se refiere al tiempo. Es una manía, la peor de sus manías, que son tantas. Pero él la despliega y la explica con una gracia que pocos pueden resistir. Me he acordado de un ensayo antes de una grabación, en Cincinnati, y esto era mucho antes de venir a París, en el cuarenta y nueve o el cincuenta. Johnny estaba en gran forma en esos días, y yo había ido al ensayo nada más que para escucharlo a él y también a Miles Davis. Todos tenían ganas de tocar, estaban contentos, andaban bien vestidos (de esto me acuerdo quizá por contraste, por lo mal vestido y lo sucio que anda ahora Johnny), tocaban con gusto, sin ninguna impaciencia, y el técnico de sonido hacia señales de contento detrás de su ventanilla, como un babuino satisfecho. Y justamente en ese momento, cuando Johnny estaba como perdido en su alegría, de golpe dejó de tocar y soltándole un puñetazo a no sé quién dijo: “Esto lo estoy tocando mañana”, y los muchachos se quedaron cortados, apenas dos o tres siguieron unos compases, como un tren que tarda en frenar, y Johnny se golpeaba la frente y repetía: “Esto ya lo toqué mañana, es horrible, Miles, esto ya lo toqué mañana”, y no lo podían hacer salir de eso, y a partir de entonces todo anduvo mal, Johnny tocaba sin ganas y deseando irse (a drogarse otra vez, dijo el técnico de sonido muerto de rabia), y cuando lo vi salir, tambaleándose y con la cara cenicienta, me pregunté si eso iba a durar todavía mucho tiempo.
—Creo que llamaré al doctor Bernard —ha dicho Dédée, mirando de reojo a Johnny, que bebe su ron a pequeños sorbos—. Tienes fiebre, y no comes nada.
—El doctor Bernard es un triste idiota —ha dicho Johnny, lamiendo su vaso—. Me va a dar aspirinas, y después dirá que le gusta muchísimo el jazz, por ejemplo Ray Noble. Te das una idea, Bruno. Si tuviera el saxo lo recibiría con una música que lo haría bajar de vuelta los cuatro pisos con el culo en cada escalón.
—De todos modos no te hará mal tomarte las aspirinas —he dicho, mirando de reojo a Dédée—. Si quieres yo telefonearé al salir, así Dédée no tiene que bajar. Oye pero ese contrato… Si empiezas pasado mañana creo que se podrá hacer algo. También yo puedo tratar de sacarle un saxo a Rory Friend. Y en el peor de los casos… La cuestión es que vas a tener que andar con más cuidado, Johnny.
—Hoy no —ha dicho Johnny mirando el frasco de ron—. Mañana, cuando tenga el saxo. De manera que no hay por qué hablar de eso ahora. Bruno, cada vez que me doy mejor cuenta de que el tiempo… Yo creo que la música ayuda siempre a comprender un poco este asunto. Bueno, no a comprender porque la verdad es que no comprendo nada. Lo único que hago es darme cuenta de que hay algo. Como esos sueños, no es cierto, en que empiezas a sospecharte que todo se va a echar a perder, y tienes un poco de miedo por adelantado; pero al mismo tiempo no estás nada seguro, y a lo mejor todo se da vuelta como un panqueque y de repente estás acostado con una chica preciosa y todo es divinamente perfecto.
Dédée está lavando las tazas y los vasos en un rincón del cuarto. Me he dado cuenta de que ni siquiera tienen agua corriente en la pieza; veo una palangana con flores rosadas y una jofaina que me hace pensar en un animal embalsamado. Y Johnny sigue hablando con la boca tapada a medias por la frazada, y también él parece un embalsamado con las rodillas contra el mentón y su cara negra y lisa que el ron y la fiebre empiezan a humedecer poco a poco.
—He leído algunas cosas sobre todo eso, Bruno. Es muy raro, y en realidad tan difícil… Yo creo que la música ayuda, sabes. No a entender, porque en realidad no entiendo nada. —Se golpea la cabeza con el puño cerrado. La cabeza le suena como un coco.
—No hay nada aquí dentro, Bruno, lo que se dice nada. Esto no piensa ni entiende nada. Nunca me ha hecho falta, para decirte la verdad. Yo empiezo a entender de los ojos para abajo, y cuanto más abajo mejor entiendo. Pero no es realmente entender, en eso estoy de acuerdo.
—Te va a subir la fiebre —ha rezongado Dédée desde el fondo de la pieza.
—Oh, cállate. Es verdad, Bruno. Nunca he pensado en nada, solamente de golpe me doy cuenta de lo que he pensado, pero eso no tiene gracia, ¿verdad? ¿Qué gracia va a tener darse cuenta de que uno ha pensado algo? Para el caso es lo mismo que si pensaras tú o cualquier otro. No soy yo, yo. Simplemente saco provecho de lo que pienso, pero siempre después, y eso es lo que no aguanto. Ah, es difícil, es tan difícil.. ¿No ha quedado ni un trago?
Le he dado las últimas gotas de ron, justamente cuando Dédée volvía a encender la luz; ya casi no se veía en la pieza. Johnny está sudando, pero sigue envuelto en la frazada, y de cuando en cuando se estremece y hace crujir el sillón.
—Me di cuenta cuando era muy chico, casi en seguida de aprender a tocar el saxo. En mi casa había siempre un lío de todos los diablos, y no se hablaba más que de deudas, de hipotecas. ¿Tú sabes lo que es una hipoteca? Debe ser algo terrible, porque la vieja se tiraba de los pelos cada vez que el viejo hablaba de la hipoteca, y acababan a los golpes. Yo tenia trece años… pero ya has oído todo eso.
Vaya si lo he oído; vaya si he tratado de escribirlo bien y verídicamente en mi biografía de Johnny.
—Por eso en casa el tiempo no acababa nunca, sabes. De pelea en pelea, casi sin comer. Y para colmo la religión, ah, eso no te lo puedes imaginar. Cuando el maestro me consiguió un saxo que te hubieras muerto de risa si lo ves, entonces creo que me di cuenta en seguida. La música me sacaba del tiempo, aunque no es más que una manera de decirlo. Si quieres saber lo que realmente siento, yo creo que la música me metía en el tiempo. Pero entonces hay que creer que este tiempo no tiene nada que ver con… bueno, con nosotros, por decirlo así.
Como hace rato que conozco las alucinaciones de Johnny, de todos los que hacen su misma vida, lo escucho atentamente pero sin preocuparme demasiado por lo que dice. Me pregunto en cambio cómo habrá conseguido la droga en París. Tendré que interrogar a Dédée, suprimir su posible complicidad. Johnny no va a poder resistir mucho más en ese estado. La droga y la miseria no saben andar juntas. Pienso en la música que se está perdiendo, en las docenas de grabaciones donde Johnny podría seguir dejando esa presencia, ese adelanto asombroso que tiene sobre cualquier otro músico. “Esto lo, estoy tocando mañana” se me llena de pronto de un sentido clarísimo, porque Johnny siempre está tocando mañana y el resto viene a la zaga, en este hoy que él salta sin esfuerzo con las primeras notas de su música.
Soy un crítico de jazz lo bastante sensible como para comprender mis limitaciones, y me doy cuenta de que lo que estoy pensando está por debajo del plano donde el pobre Johnny trata de avanzar con sus frases truncadas, sus suspiros, sus súbitas rabias y sus llantos. A él le importa un bledo que yo lo crea genial, y nunca se ha envanecido de que su música esté mucho más allá de la que tocan sus compañeros. Pienso melancólicamente que él está al principio de su saxo mientras yo vivo obligado a conformarme con el final. Él es la boca y yo la oreja, por no decir que él es la boca y yo… Todo crítico, ay, es el triste final de algo que empezó como sabor, como delicia de morder y mascar. Y la boca se mueve otra vez, golosamente la gran lengua de Johnny recoge un chorrito de saliva de los labios. Las manos hacen un dibujo en el aire.
—Bruno, si un día lo pudieras escribir… No por mí, entiendes, a mí qué me importa. Pero debe ser hermoso, yo siento que debe ser hermoso. Te estaba diciendo que cuando empecé a tocar de chico me di cuenta de que el tiempo cambiaba. Esto se lo conté una vez a Jim y me dijo que todo el mundo se siente lo mismo, y que cuando uno se abstrae… Dijo así, cuando uno se abstrae. Pero no, yo no me abstraigo cuando toco. Solamente que cambio de lugar. Es como en un ascensor, tú estás en el ascensor hablando con la gente, y no sientes nada raro, y entre tanto pasa el primer piso, el décimo, el veintiuno, y la ciudad se quedó ahí abajo, y tú estás terminando la frase que habías empezado al entrar, y entre las primeras palabras y las últimas hay cincuenta y dos pisos. Yo me di cuenta cuando empecé a tocar que entraba en un ascensor, pero era un ascensor de tiempo, si te lo puedo decir asi. No creas que me olvidaba de la hipoteca o de la religión. Solamente que en esos momentos la hipoteca y la religión eran como el traje que uno no tiene puesto; yo sé que el traje está en el ropero, pero a mf no vas a decirme que en ese momento ese traje existe. El traje existe cuando me lo pongo, y la hipoteca y la religión existían cuando terminaba de tocar y la vieja entraba con el pelo colgándole en mechones y se quejaba dé que yo le rompía las orejas con esa-música-del-diablo.
Dédée ha traído otra taza de nescafé, pero Johnny mira tristemente su vaso vacío.
—Esto del tiempo es complicado, me agarra por todos lados. Me empiezo a dar cuenta poco a poco de que el tiempo no es como una bolsa que se rellena. Quiero decir que aunque cambie el relleno, en la bolsa no cabe más que una cantidad y se acabó. ¿Ves mi valija, Bruno? Caben dos trajes, y dos pares de zapatos. Bueno, ahora imagínate que la vacías y después vas a poner de nuevo los dos trajes y los dos pares de zapatos, y entonces te das cuenta de que solamente caben un traje y un par de zapatos. Pero lo mejor no es eso. Lo mejor es cuando te das cuenta de que puedes meter una tienda entera en la valija, cientos y cientos de trajes, como yo meto la música en el tiempo cuando estoy tocando, a veces. La música y lo que pienso cuando viajo en el métro.
—Cuándo viajas en el métro.
—Eh, sí, ahí está la cosa —ha dicho socorronamente Johnny—. El métroes un gran invento, Bruno. Viajando en el métro te das cuenta de todo lo que podría caber en la valija. A lo mejor no perdí el saxo en el métro, a lo mejor…
Se echa a reír, tose, y Dédée lo mira inquieta. Pero él hace gestos, se ríe y tose mezclando todo, sacudiéndose debajo de la frazada como un chimpancé. Le caen lágrimas y se las bebe, siempre riendo.
—Mejor es no confundir las cosas —dice después de un rato—. Lo perdí y se acabó. Pero el métro me ha servido para darme cuenta del truco de la valija. Mira, esto de las cosas elásticas es muy raro, yo lo siento en todas partes. Todo es elástico, chico. Las cosas que pacecen duras tienen una elasticidad…
Piensa, concentrándose.
—…una elasticidad retardada —agrega sorprendentemente. Yo hago un gesto de admiración aprobatoria. Bravo, Johnny. El hombre que dice que no es capaz de pensar. Vaya con Johnny. Y ahora estoy realmente interesado por lo que va a decir, y él se da cuenta y me mira más socarronamente que nunca.
—¿Tú crees que podré conseguir otro saxo para tocar pasado mañana, Bruno?
—Sí, pero tendrás que tener cuidado.
—Claro, tendré que tener cuidado.
—Un contrato de un mes —explica la pobre Dédée—. Quince días en la boîte de Rémy, dos conciertos y los discos. Podríamos arreglarnos tan bien.
—Un contrato de un mes —remeda Johnny con grandes gestos—. La boîte de Rémy, dos conciertos y los discos. Be—bata—bop bop bop, chrrr. Lo que tiene es sed, una sed, una sed. Y unas ganas de fumar, de fumar. Sobre todo unas ganas de fumar.
Le ofrezco un paquete de Gauloises, aunque sé muy bien que está pensando en la droga. Ya es de noche, en el pasillo empieza un ir y venir de gente, diálogos en árabe, una canción. Dédée se ha marchado, probablemente a comprar alguna cosa para la cena. Siento la mano de Johnny en la rodilla.
—Es una buena chica, sabes. Pero me tiene harto. Hace rato que no la quiero, que no puedo sufrirla. Todavía me excita, a ratos, sabe hacer el amor como… —junta los dedos a la italiana—. Pero tengo que librarme de ella, volver a Nueva York. Sobre todo tengo que volver a Nueva York, Bruno.
—¿Para qué? Allá te estaba yendo peor que aquí. No me refiero al trabajo sino a tu vida misma. Aquí me parece que tienes más amigos.
—Si, estás tú y la marquesa, y los chicos del club… ¿Nunca hiciste el amor con la marquesa, Bruno?
—No.
—Bueno, es algo que… Pero yo te estaba hablando del métro, y no sé por qué cambiamos de tema. El métro es un gran invento, Bruno. Un día empecé a sentir algo en el métro, después me olvidé… Y entonces se repitió, dos o tres días después. Y al final me di cuenta. Es fácil de explicar, sabes, pero es fácil porque en realidad no es la verdadera explicación. La verdadera explicación sencillamente no se puede explicar. Tendrías que tomar el métroy esperar a que te ocurra, aunque me parece que eso solamente me ocurre a mí. Es un poco así, mira. ¿Pero de verdad nunca hiciste el amor con la marquesa? Le tienes que pedir que suba al taburete dorado que tiene en el rincón del dormitorio, al lado de una lámpara muy bonita, y entonces… Bah, ya está ésa de vuelta.
Dédée entra con un bulto, y mira a Johnny.
—Tienes más fiebre. Ya telefoneé al doctor, va a venir a las diez. Dice que te quedes tranquilo.
—Bueno, de acuerdo, pero antes le voy a contar lo del métro a Bruno. El otro día me di bien cuenta de lo que pasaba. Me puse a pensar en mi vieja, después en Lan y los chicos, y claro, al momento me parecía que estaba caminando por mi barrio, y veía las caras de los muchachos, los de aquel tiempo. No era pensar, me parece que ya te he dicho muchas veces que yo no pienso nunca; estoy como parado en una esquina viendo pasar lo que pienso, pero no pienso lo que veo. ¿Té das cuenta? Jim dice que todos somos iguales, que en general (así dice) uno no piensa por su cuenta. Pongamos que sea así, la cuestión es que yo había tomado el métro en la estación de Saint—Michel y en seguida me puse a pensar en Lan y los chicos, y a ver el barrio. Apenas me senté me puse a pensar en ellos. Pero al mismo tiempo me daba cuenta de que estaba en el métro, y vi que al cabo de un minuto más o menos llegábamos a Odéon, y que la gente entraba y salía. Entonces seguí pensando en Lan y vi a mi vieja cuando volvía de hacer las compras, y empecé a verlos a todos, a estar con ellos de una manera hermosísima, como hacia mucho que no sentía. Los recuerdos son siempre un asco, pero esta vez me gustaba pensar en los chicos y verlos. Si me pongo a contarte todo lo que vi no lo vas a creer porque tendría para rato. Y eso que ahorraría detalles. Por ejemplo, para decirte una sola cosa, veía a Lan con un vestido verde que se ponía cuando iba al Club 33 donde yo tocaba con Hamp. Veía el vestido con unas cintas, un moño, una especie de adorno al costado y un cuello… No al mismo tiempo, sino que en realidad me estaba paseando alrededor del vestido de Lan y lo miraba despacio. Y después miré la cara de Lan y la de los chicos, y después mé acordé de Mike que vivía en la pieza de al lado, y cómo Mike me había contado la historia de unos caballos salvajes en Colorado, y él que trabajaba en un rancho y hablaba sacando pecho como los domadores de caballos…
—Johnny —ha dicho Dédée desde su rincón.
—Fíjate que solamente te cuento un pedacito de todo lo que estaba pensando y viendo. ¿Cuánto hará que te estoy contando este pedacito?
—No sé, pongamos unos dos minutos.
—Pongamos unos dos minutos —remeda Johnny—. Dos minutos y te he contado un pedacito nada más. Si te contara todo lo que les vi hacer a los chicos, y cómo Hamp tocaba Save it, pretty mamma y yo escuchaba cada nota, entiendes, cada nota, y Hamp no es de los que se cansan, y si te contara que también le oí a mi vieja una oración larguísima, donde hablaba de repollos, me parece, pedía perdón por mi viejo y por mí y decía algo de unos repollos… Bueno, si te contara en detalle todo eso, pasarían más de dos minutos, ¿eh, Bruno?
—Si realmente escuchaste y viste todo eso, pasaría un buen cuarto de hora —le he dicho, riéndome.
—Pasaría un buen cuarto de hora, eh, Bruno. Entonces me vas a decir cómo puede ser que de repente siento que el métro se para y yo me salgo de mi vieja y Lan y todo aquello, y veo que estamos en Saint-Germain-des-Prés, que queda justo a un minuto y medio de Odéon.
Nunca me preocupo demasiado por las cosas que dice Johnny pero ahora, con su manera de mirarme, he sentido frío.
—Apenas un minuto y medio por tu tiempo, por el tiempo de ésa —ha dicho rencorosamente Johnny—. Y también por el del métro y el de mi reloj, malditos sean. Entonces, ¿cómo puede ser que yo haya estado pensando un cuarto de hora, eh, Bruno? ¿Cómo se puede pensar un cuarto de hora en un minuto y medio? Te juro que ese día no había fumado ni un pedacito ni una hojita —agrega como un chico que se excusa—. Y después me ha vuelto a suceder, ahora me empieza a suceder en todas partes. Pero —agrega astutamente— sólo en el métro me puedo dar cuenta porque viajar en el métro es como estar metido en un reloj. Las estaciones son los minutos, comprendes, es ese tiempo de ustedes, de ahora; pero yo sé que hay otro, y he estado pensando, pensando…
Se tapa la cara con las manos y tiembla. Yo quisiera haberme ido ya, y no sé cómo hacer para despedirme sin que Johnny se resienta, porque es terriblemente susceptible con sus amigos. Si sigue así le va a hacer mal, por lo menos con Dédée no va a hablar de esas cosas.
—Bruno~si yo pudiera solamente vivir como en esos momentos, o como cuando estoy tocando y también el tiempo cambia… Te das cuenta de lo que podría pasar en un minuto y medio… Entonces un hombre, no solamente yo sino ésa y tú y todos los muchachos, podrían vivir cientos de años, si encontráramos la manera podríamos vivir mil veces más de lo que estamos viviendo por culpa de los relojes, de esa manía de minutos y de pasado mañana…
Sonrío lo mejor que puedo, comprendiendo vagamente que tiene razón, pero que lo que él sospecha y lo que yo presiento de su sospecha se va a borrar como siempre apenas esté en la calle y me meta en mi vida de todos los días. En ese momento estoy seguro de que Johnny dice algo que no nace solamente de que está medio loco, de que la realidad se le escapa y le deja en cambio una especie de parodia que él convierte en una esperanza. Todo lo que Johnny me dice en momentos así (y hace más de cinco años que Johnny me dice y les dice a todos cosas parecidas) no se puede escuchar prometiéndose volver a pensarlo más tarde. Apenas se está en la calle, apenas es el recuerdo y no Johnny quien repite las palabras, todo se vuelve un fantaseo de la marihuana, un manotear monótono (por que hay otros que dicen cosas parecidas, a cada rato se sabe de testimonios parecidos) y después de la maravilla nace la irritación, y a mí por lo menos me pasa que siento como si Johnny me hubiera estado tomando el pelo. Pero esto ocurre siempre al otro día, no cuando Johnny me lo está diciendo, porque entonces siento que hay algo que quiere ceder en alguna parte, una luz que busca encenderse, o más bien como si fuera necesario quebrar alguna cosa, quebrarla de arriba abajo como un tronco metiéndole una cuña y martillando hasta el final. Y Johnny ya no tiene fuerzas para martillar nada, y yo ni siquiera sé qué martillo haría falta para meter una cuña que tampoco me imagino.
De manera que al final me he ido de la pieza, pero antes ha pasado una de esas cosas que tienen que pasar —ésa u otra parecida—, y es que cuando me estaba despidiendo de Dédée y le daba al espalda a Johnny he sentido que algo ocurría, lo he visto en los ojos de Dédée y me he vuelto rápidamente (porque a lo mejor le tengo un poco de miedo a Johnny, a este ángel que es como mi hermano, a este hermano que es como mi ángel) y he visto a Johnny que se ha quitado de golpe la frazada con que estaba envuelto, y lo he visto sentado en el sillón completamente desnudo, con las piernas levantadas y las rodillas junto al mentón, temblando pero riéndose, desnudo de arriba a abajo en el sillón mugriento.
—Empieza a hacer calor —ha dicho Johnny. Bruno, mira qué hermosa cicatriz tengo entre las costillas.
—Tápate —ha mandado Dédée, avergonzada y sin saber qué decir. Nos conocemos bastante y un hombre desnudo no es más que un hombre desnudo, pero de todos modos Dédée ha tenido vergüenza y yo no sabia cómo hacer para no dar la impresión de que lo que estaba haciendo Johnny me chocaba. Y él lo sabía y se ha reído con toda su bocaza, obscenamente manteniendo las piernas levantadas, el sexo colgándole al borde del sillón como un mono en el zoo, y la piel de los muslos con unas raras manchas que me han dado un asco infinito. Entonces Dédée ha agarrado la frazada y lo ha envuelto presurosa, mientras Johnny se reía y parecía muy feliz. Me he despedido vagamente, prometiendo volver al otro día, y Dédée me ha acompañado hasta el rellano, cerrando la puerta para que Johnny no oiga lo que va a decirme.
—Está así desde que volvimos de la gira por Bélgica. Había tocado tan bien en todas partes, y yo estaba tan contenta.
—Me pregunto de dónde habrá sacado la droga —he dicho, mirándola en los ojos.
—No sé. Ha estado bebiendo vino y coñac casi todo el tiempo. Pero también ha fumado, aunque menos que allá…
Allá es Baltimore y Nueva York, son los tres meses en el hospital psiquiátrico de Bellevue, y la larga temporada en Camarillo.
¿Realmente Johnny tocó bien en Bélgica, Dédée?
—Sí, Bruno, me parece que mejor que nunca. La gente estaba enloquecida, y los muchachos de la orquesta me lo dijeron muchas veces. De repente pasaban cosas raras, como siempre con Johnny, pero por suerte nunca delante del público. Yo creí… pero ya ve, ahora es peor que nunca.
¿Peor que en Nueva York? Usted no lo conoció en esos años.
Dédée no es tonta, pero a ninguna mujer le gusta que le hablen de su hombre cuando aún no estaba en su vida, aparte de que ahora tiene que aguantarlo y lo de antes no son más que palabras. No sé cómo decírselo, y ni siquiera le tengo plena confianza, pero al final me decido.
—Me imagino que se han quedado sin dinero.
—Tenemos ese contrato para empezar pasado mañana —ha dicho Dédée.
—¿Usted cree que va a poder grabar y presentarse en público?
—Oh, sí —ha dicho Dédée un poco sorprendida—. Johnny puede tocar mejor que nunca si el doctor Bernard le corta la gripe. La cuestión es el saxo.
—Me voy a ocupar de eso. Aquí tiene, Dédée. Solamente que… Lo mejor sería que Johnny no lo supiera.
—Bruno…
Con un gesto, y empezando a bajar la escalera, he detenido las palabras imaginables, la gratitud inútil de Dédée. Separado de ella por cuatro o cinco peldaños me ha sido más fácil decírselo.
—Por nada del mundo tiene que fumar antes del primer concierto. Déjelo beber un poco pero no le dé dinero para lo otro.
Dédée no ha contestado nada; aunque he visto cómo sus manos doblaban y doblaban los billetes, hasta hacerlos desaparecer. Por lo menos tengo la seguridad de que Dédée no fuma. Su única complicidad puede nacer del miedo o del amor. Si Johnny se pone de rodillas, como lo he visto en Chicago, y le suplica llorando… Pero es un riesgo como tantos otros con Johnny, y por el momento habrá dinero para comer y para remedios. En la calle me he subido el cuello de la gabardina porque empezaba a lloviznar, y he respirado hasta que me dolieron los pulmones; me ha parecido que París olía a limpio, a pan caliente. Sólo ahora me he dado cuenta de cómo olía la pieza de Johnny, el cuerpo de Johnny sudando bajo la frazada. He entrado en un café para beber un coñac y lavarme la boca, quizá también la memoria que insiste e insiste en las palabras de Johnny, sus cuentos, su manera de ver lo que yo no veo y en el fondo no quiero ver. Me he puesto a pensar en pasado mañana y era como una tranquilidad, como un puente bien tendido del mostrador hacia adelante.