La tortuga

Patricia Highsmith

Víctor oyó la puerta del ascensor, los rápidos pasos de su madre en el pasillo y cerró el libro de un
golpe. Lo escondió debajo del almohadón del sofá y maldijo por lo bajo cuando oyó que el libro se
resbalaba entre el sofá y la pared y caía al piso con un ruido sordo. La llave ya giraba en la
cerradura.
-¡Vííííctor! -gritó su madre, agitando un brazo en el aire. Con el otro sostenía una bolsa grande de
papel madera y de su mano colgaban una o dos bolsitas-. Fui adonde mi editor y al mercado y a la
pescadería -le dijo-. ¿Por qué no estás jugando? ¡Es un día lindísimo!
-Salí -dijo él- un ratito. Me dio frío.
-¡Uf! -la madre descargó la bolsa del almacén en la pequeña cocina detrás del vestíbulo-. Debes de
estar enfermito. ¡Tener frío en el mes de octubre! He visto a todos los niños jugando en la vereda.
Hasta ese nene que te gusta, creo, ¿cómo se llama?
-No lo sé -dijo Víctor. De todos modos, su madre no estaba prestándole verdadera atención. Metió
las manos en el bolsillo de sus pantalones cortos, que ya le ajustaban, y empezó a caminar sin
rumbo por la sala, mirándose los zapatones gastados. Su madre podría haberle comprado zapatos
que le quedaran bien por lo menos. A ella le gustaban ésos porque tenían las suelas más gruesas
que jamás hubiera visto y la punta cuadrada, un poquito levantada, como botas de alpinista. Víctor
se detuvo frente a la ventana y miró el edificio de enfrente, de color tostado. Vivía con su madre
en el piso dieciocho, cerca de la azotea. El edificio al otro lado de la calle era aún más alto que el
de ellos. A Víctor le gustaba más el departamento donde habían vivido en Riverside Drive.
También le gustaba más la escuela de ahí. En la nueva se reían de la ropa que usaba. En la otra se
había cansado de reírse de él.
-¿No quieres salir? -preguntó su madre, entrando en la sala mientras se secaba las manos con
energía con una bolsa de papel. Se olió las manos-. ¡Puaj! ¡Qué olor horrible!
-No, mamá -dijo Víctor con paciencia.
-Hoy es sábado.
-Ya lo sé.
-¿Ya sabes los días de la semana?
-Por supuesto.
-¿A ver?
-No quiero decirlos. Los sé -los ojos se le pusieron vidriosos-. Hace años que los sé. Hasta nenes de
cinco años saben los días de la semana.
Pero su madre no estaba escuchando. Estaba inclinada sobre el tablero de dibujo en un rincón de
la habitación. Había estado trabajando hasta tarde la noche anterior. Víctor estuvo en su sofá
cama en el rincón opuesto de la habitación sin poder dormirse hasta las 2, cuando ella fue a
acostarse en el sofá cama.
-Ven acá, Víííctor. ¿Ves esto?
Víctor se acercó arrastrando los pies, con las manos aún en los bolsillos. No, ni siquiera había
echado un vistazo al tablero esa mañana; no había querido.
-Este es Pedro, el burrito. Lo inventé anoche. ¿Qué te parece? Y éste es Miguel, el nene mexicano
que lo monta. Andan y andan por todo México y Miguel piensa que están perdidos, pero Pedro
sabe cómo volver a casa todo el tiempo y…
Víctor no escuchaba. Deliberadamente pensaba en otra cosa, acto que había aprendido al cabo de
muchos años de práctica. Pero el aburrimiento y la frustración -sabía lo que quería decir la palabra
frustración; había leído todo al respecto- le pesaban como una piedra sobre los hombros, sentía el
odio y las lágrimas amontonadas en sus ojos, como un volcán a punto de estallar en su interior.
Había tenido la esperanza de que su madre captara la alusión cuando le dijo que tenía frío en sus
estúpidos pantaloncitos cortos. Había tenido la esperanza de que su madre recordara lo que le
había contado días antes, que el chico que había querido jugar, que parecía tener su misma edad,
once años, se había reído de sus pantalones cortos el lunes por la tarde. «¿Te hacen usar los
pantalones de tu hermano o algo así?» Víctor se había alejado lleno de mortificación. ¿Qué habría
pasado si el otro se hubiese enterado de que ni siquiera tenía un par de knickers y menos aún un
par de pantalones largos, aunque fueran vaqueros? Su madre, por alguna razón disparatada,
quería que pareciera como un francés y le hacía usar pantaloncitos cortos y medias tres cuartos y
camisas tontas con cuellos redondos. Su madre quería que él siguiera teniendo seis años toda su
vida. Le gustaba mostrarle sus dibujos a él. «Víctor es mi tabla de armonía -les decía a veces a sus
amigos-. Le muestro mis dibujos y sé de inmediato si a los niños les gustarán o no.» A veces Víctor
simulaba que le gustaba algunos cuentos que en realidad no le gustaban o dibujos que sentía que
le resultaban indiferentes, porque sentía lástima por su madre y porque ella se ponía de mejor
humor si él le decía esas cosas. Ya estaba cansado de las ilustraciones de cuentos infantiles, si es
que alguna vez le habían gustado -en realidad no podía acordarse- y ahora tenía dos preferidos: las
ilustraciones de Howard Pyle en algunos de los libros de Robert Louis Stevenson y las de Cruikshan
en los de Dickens. Víctor pensaba que era una desgracia para él que fuera la última persona a la
que su madre pedía opinión, pues simplemente odiaba las ilustraciones infantiles. Y era un milagro
que su madre no se diera cuenta de ello, porque hacía años y años que no había podido vender
ninguna ilustración para libros; nada desde Wimple-Dimple. Un ejemplar de ese libro cuya
sobrecubierta lucía agrietada y amarilla estaba ubicado en el estante central de la biblioteca en un
espacio libre, para que todos pudieran verlo. Víctor tenía siete años cuando se publicó ese libro. Su
madre siempre le contaba a la gente que él le había dicho lo que quería que ella dibujase, la había
observado hacer cada dibujo, le había dado su opinión y, en fin, la había guiado totalmente. Víctor
tenía sus serias dudas acerca de esto, primero porque el cuento era de otra persona y había sido
escrito antes de que su madre hiciera los dibujos y, naturalmente, los dibujos debieron adaptarse
a la historia. Desde entonces, su madre sólo había publicado unas pocas ilustraciones para revistas
infantiles y preparado calabazas y gatos negros de papel para Halloween, la fiesta de las brujas,
aunque siempre llevaba su carpeta de dibujos de editor en editor. Su padre les mandaba dinero.
Era un rico hombre de negocios que vivía en Francia, un exportador de perfumes. Su madre decía
que era muy rico y muy apuesto. Pero él se había vuelto a casar, nunca escribía y Víctor no tenía
interés en él, ni siquiera le interesaba ver una foto de su padre. Su padre era un francés con algo
de polaco y su madre era húngara francesa. La palabra húngara le hacía pensar a Víctor en gitanos,
pero cuando una vez le preguntó a su madre, ella replicó enfáticamente que no tenía nada de
sangre gitana. Se había mostrado muy molesta con Víctor por esa pregunta.
-¡Escucha! ¿Cuál te gusta más? «En todo México no había un burro más inteligente que Miguel, el
burrito de Pedro.» O si no: «Miguel, el burrito de Pedro, era el más inteligente de todo México.»
-Creo… que prefiero la primera.
-¿Cómo era? -preguntó su madre, cubriendo con la palma de la mano la ilustración.
Víctor trató de recordar las palabras, pero se dio cuenta de que sólo estaba mirando las marcas de
lápiz en el borde del tablero de dibujo. El dibujo colorido del centro no le interesaba en absoluto.
No estaba pensando. Esa era una sensación frecuente y familiar en él; había algo emocionante e
importante en el no pensar. Víctor sentía que algún día iba a encontrar algo que hablara sobre eso
-quizá con otro nombre- en la biblioteca pública o en los libros de psicología que había en su casa y
que él hojeaba cuando su madre no estaba.
-¡Víííctor! ¿Qué estás haciendo?
-Nada, mamá.
-Eso justamente. ¡Nada! ¿No puedes pensar siquiera?
Una ola caliente de vergüenza lo envolvió. Era como si su madre pudiera leerle los pensamientos,
acerca del no pensar.
-¡Pero estoy pensando! -protestó-. Estoy pensando acerca del no pensar -su tono era desafiante.
¿Qué podía hacer ella en cuanto a eso, después de todo?
-¿Qué? -su madre inclinó la cabeza negra y enrulada y lo enfrentó con los ojos maquillados
entrecerrados.
-El no pensar.
Su madre apoyó las manos llenas de anillos en las caderas.
-¿Sabes, Víííctor, que tienes unas ideas medio raras? Estás enfermo. Enfermo mentalmente. Y eres
un retardado. ¿Sabes lo que quiere decir eso? Que tienes la mentalidad de un nenito de cinco años
-dijo con lentitud, acentuando las palabras-. Es mejor que pases las tardes de los sábados
encerrado. Quién sabe, a lo mejor, si sales, puede pisarte un auto. Pero es por eso que te quiero,
mi pequeñito Víííctor. -Le pasó el brazo sobre los hombros y lo atrajo hacia ella. Por un instante, la
nariz de Víctor permaneció apretada contra su pecho grande y suave. Ella llevaba su vestido color
piel, el que se transparentaba un poco a la altura del busto.
Víctor alejó la cabeza con brusquedad, confundido por las emociones. No sabía si deseaba reír o
llorar.
Su madre reía alegremente, con la cabeza echada hacia atrás.
-¡Estás enfermo! ¡Mírate! Mi neniiito, con pantalonciiitos. ¡Ja, ja!
Entonces las lágrimas asomaron en los ojos de él, ¡y su madre se comportaba como si estuviera
disfrutándolo! Víctor giró la cabeza para que ella no pudiera verle los ojos. Luego la miró
repentinamente.
-¿Te crees que me gustan estos pantalones? A ti te gustan, no a mí, entonces, ¿por qué tienes que
burlarte?
-Un neniiito que llora -continuó ella, riendo.
Víctor salió corriendo hacia el cuarto de baño, pero se desvió en el camino y se arrojó de cabeza en
el sofá, con la cara contra los almohadones. Cerró los ojos con fuerza y abrió la boca, llorando pero
sin llorar, de una manera que había aprendido con la práctica también. Con la boca abierta, la
garganta cerrada, sin respirar por casi un minuto, podía en cierto modo sentir la satisfacción de
llorar, hasta de gritar, sin que nadie se diera cuenta. Hundió la nariz, la boca abierta, los dientes en
el almohadón rojo del sofá y, si bien siguió oyendo la voz de su madre, el tono burlón y la risa,
imaginaba que esos sonidos se iban apagando y alejándose. Se imaginaba que estaba muriendo.
Pero la muerte no era un escape; sólo un hecho concentrado y doloroso, el clímax de su no llorar.
Luego, volvió a respirar y a oír la voz de su madre.
-¿Me oíste? ¿Me oíste? La señora Badzerkian vendrá a tomar el té. Quiero que te laves la cara y
que te pongas una camisa limpia. Y también que le recites algún versito. ¿Qué verso vas a
recitarle?
-Cuando me voy a la cama en el invierno -dijo Víctor. Ella le había hecho memorizar cada poema
de El jardín de versos infantiles. Víctor dijo el primero que se le cruzó por la cabeza, pero eso le
causó problemas porque ya lo había recitado en la última visita.
-¡Dije ése porque no podía pensar otro en el momento! -gritó Víctor.
-¡No me grites! -exclamó su madre, lanzándose hacia él. Víctor recibió una bofetada antes de que
se diera cuenta de lo que estaba sucediendo.
Quedó apoyado en un brazo del sofá, de espaldas, con las delgadas piernas de rodillas huesudas
extendidas. «Está bien -pensó-, si así son las cosas, así son las cosas.» La miró con odio. No iba a
hacerle ver que la bofetada le había dolido, que aún le dolía. «Basta de lágrimas por hoy -juró-,
basta de no llorar.» Terminaría el día, soportaría el té como una piedra, como un soldado, sin
pestañear siquiera. Su madre caminaba por el cuarto, toqueteándose los anillos sin cesar,
mirándolo de vez en cuando, desviando la mirada rápidamente. La mirada de Víctor estaba fija en
ella. Él no tenía miedo. Ella podía golpearlo otra vez, pero a él no iba a importarle.
Por fin ella anunció que se iría a lavar la cabeza y se escurrió al baño.
Víctor se levantó del sofá y vagó por el cuarto. Hubiera querido tener un cuarto propio para poder
estar solo. El departamento de Riverside Drive tenía tres ambientes: la sala, su cuarto y el de su
madre. Cuando ella estaba en la sala, él podía estar en su dormitorio o viceversa, pero luego
decidieron derrumbar el viejo edificio de Riverside Drive. No era algo en lo que le gustaba pensar.
De pronto recordó dónde había caído el libro, empujó el sofá y lo alcanzó. Era La mente humana,
por Menninger, un libro lleno de historias clínicas fascinantes. Víctor no lo devolvió al estante
donde estaba, entre un libro de astrología y otro de cómo dibujar. A su madre no le gustaba que
leyera libros de psicología, pero a Víctor le encantaban; sobre todo los que tenían historias
clínicas. Los pacientes hacían lo que querían. Se comportaban con naturalidad. Nadie les daba
órdenes. Víctor pasaba horas en la biblioteca del barrio, hojeando los libros de psicología. Estaban
en la sección para adultos, pero al bibliotecario no le molestaba que se sentara allí porque se
comportaba decentemente.
Víctor fue a la cocina y se sirvió un vaso de agua. Mientras estaba de pie bebiendo, oyó un crujido
en una de las bolsas de papel de su madre. Un ratón, pensó, pero cuando movió las bolsas no vio
ningún ratón. El sonido provenía del interior de una de las bolsas. La abrió con cuidado y esperó
que algo saltara. Miró el interior y vio una cajita de cartón blanco. La sacó con lentitud. El fondo
estaba húmedo. Se abría como una caja de masitas. Al hacerlo, Víctor dio un salto de sorpresa. Se
encontró con una tortuga, viva y volcada sobre su caparazón. Las patas se agitaban en el aire, el
animal intentaba darse vuelta. Víctor se humedeció los labios y, frunciendo el ceño con
concentración, tomó la tortuga por los borde del caparazón con las dos manos, le dio vuelta y la
volvió a colocar con suavidad en la caja. La tortuga encogió las patas, estiró la cabeza un poco y lo
miró con fijeza. Víctor sonrió. ¿Por qué su madre no le había dicho que tenía un regalo para él? Los
ojos de Víctor brillaron, mientras pensaba en sacar la tortuga a pasear, quizá con una correa
alrededor del cuello, para mostrársela al que se había reído de sus pantalones cortos. Quizá
cambiara de parecer acerca de ser su amigo si descubría que él tenía una tortuga.
-¡Eh, mamá, mamá! -gritó Víctor, apoyado contra la puerta del baño-. ¿Me trajiste una tortuga?
-¿Una qué? -había cesado el ruido de la ducha.
-¡Una tortuga! ¡En la cocina! -Víctor saltaba mientras pronunció estas palabras. De pronto se
detuvo.
Su madre había dudado, también. La ducha volvió a oírse. Su madre gritó con voz chillona.
-C’est une terrapène! Pour un ragoût!*
Víctor comprendió y sintió un pequeño escalofrío. Cuando su madre le hablaba en francés era
porque estaba dándole una orden que debía obedecer sin réplicas. De modo que la tortuga iría a
parar a un guiso. Víctor regresó a la cocina, con perpleja resignación. Para un guiso. Bueno, ya que
a la tortuga no le quedaba mucha vida, ¿qué le gustaría comer? ¿Lechuga? ¿Panceta cruda? ¿Papa
hervida? Víctor abrió la heladera.
Sostuvo un pedazo de lechuga cerca de la boca callosa de la tortuga. Ésta no abrió la boca, sólo
miró. Víctor sostenía la lechuga cerca de los dos agujeritos nasales pero, aunque la tortuga la olió,
no mostró ningún interés. Víctor miró debajo de la pileta y sacó un fuentón grande. Lo llenó con
dos dedos de agua y con suavidad puso a la tortuga adentro. La tortuga braceó por unos segundos;
luego, descubriendo que el vientre se apoyaba en el fondo, se detuvo y encogió las patas. Víctor se
puso de rodillas y estudió la cara del animal. El labio superior se encimaba al inferior, dándole una
expresión algo testaruda y de pocos amigos, pero los ojos eran brillantes y vivaces. Víctor sonrió
cuando los miró con fijeza.
-Está bien, monsieur terrapène -dijo-, dime qué te gustaría comer y te lo conseguiremos. ¿Quizá
quieras un poco de atún?
El día anterior habían cenado arroz con atún y había quedado un poco. Víctor tomó un pedacito
con los dedos y se lo mostró a la tortuga. La tortuga no estaba interesada. Víctor miró a su
alrededor, pensativo; luego, levantó el fuentón, lo llevó a la sala y lo colocó en el suelo de modo
que el sol diera en el caparazón de la tortuga. «A todas las tortugas les gusta el sol», pensó Víctor.
Se extendió en el piso a su lado, apoyado en un codo. La tortuga lo miró un momento, luego con
mucha lentitud y con un aire de prudencia y cautela, estiró las patas y avanzó, se topó con el
borde del fuentón y dobló a la derecha, con la mitad del cuerpo fuera del agua poco profunda.
Quería salir. Víctor la tomó por el caparazón y dijo:
-Puedes salir y dar un paseíto.
Sonrió, mientras la tortuga comenzaba a andar rumbo al sofá. La agarró con facilidad, pues se
movía lentamente. Cuando lo volvió a colocar en la alfombra, el animal permaneció inmóvil, como
si se hubiera detenido un poco a pensar lo que iba a hacer después, adónde ir. Era de color verde
amarronado. Víctor pensó en el fondo del río, y en los océanos. ¿De dónde venían las tortugas? Se
puso de pie de un salto y fue a buscar un diccionario a la biblioteca. El diccionario tenía un dibujo
de una tortuga, pero era apagado, en blanco y negro, no se parecía en nada al ejemplar vivo. No
aprendió nada nuevo, salvo que el nombre era de origen algonquino, que la tortuga de agua vivía
en agua dulce o salobre, y que era comestible. Pero él no pensaba comer ninguna terrapène esa
noche. Ese ragoût sería todo para su madre, y aunque ella lo golpeara y le hiciera aprender dos o
tres poemas más, él no comería tortuga esa noche.
Su madre salió del baño.
-¿Qué estás haciendo ahí?
Víctor guardó el diccionario en su lugar. Su madre había visto el fuentón.
-Estoy mirando la tortuga -dijo, y enseguida se dio cuenta de que la tortuga había desaparecido. Se
puso en cuatro patas y miró debajo del sofá.
-No la pongas encima de los muebles. Deja marcas -dijo su madre. Estaba de pie en el vestíbulo,
secándose el pelo enérgicamente con una toalla.
Víctor encontró la tortuga entre el cesto de basura y la pared. La volvió a colocar en el fuentón.
-¿Te cambiaste la camisa? -preguntó su madre.
Víctor se cambió la camisa y luego, siguiendo las órdenes de su madre, se sentó en el sofá con el
libro El jardín de versos infantiles a aprender otro poema para la señora Badzerkian. Leía en voz
apenas alta, para sí; luego las repetía, dos, cuatro y seis líneas juntas hasta que sabía toda la
poesía. Se la recitó a la tortuga. Después preguntó a su madre si podía jugar con la tortuga en la
bañera.
-¡No! ¿Para que te salpiques la camisa?
-Puedo ponerme la otra camisa.
-¡No! Ya son casi las 4. ¡Saca ese fuentón de la sala!
Víctor llevó el fuentón de regreso a la cocina. Su madre sacó la tortuga del fuentón sin temor y la
volvió a poner en la caja de cartón blanco. Cerró la tapa y puso la caja en la heladera. Víctor se
estremeció un poco cuando ella cerró la puerta de un golpe. Seguramente sería mucho frío para
una tortuga ahí adentro. Pero pensó que el agua del río estaba fría de vez en cuando, también.
-Víííctor, corta el limón -dijo su madre. Estaba preparando una bandeja grande con tazas y
platillos. El agua estaba hirviendo en la olla.
La señora Badzerkian fue puntual como siempre. Su madre sirvió el té tan pronto como se
desembarazó del tapado y el libro de bolsillo de la visitante en la silla del vestíbulo. La señora
Badzerkian olía a ajo. Tenía una boca recta y chica, y un fino bigote en el labio superior que
causaba fascinación a Víctor, pues nunca antes había visto una mujer con bigote, nunca de tan
cerca. Jamás había mencionado el bigote de la señora Badzerkian a su madre, sabiendo que ella lo
consideraría una cosa fea, pero curiosamente era el bigote lo que más le gustaba de ella. El resto
era aburrido, sin interés e inamistoso. Siempre pretendía escuchar con atención mientras él
recitaba, pero él sentía que se movía inquieta, que pensaba en otras cosas mientras él hablaba y
que se sentía aliviada cuando terminaba. Ese día, Víctor recitó muy bien y sin titubear, de pie en el
medio de la sala y frente a las dos mujeres, que estaban tomando la segunda taza de té.
-Très bien -dijo su madre-. Ahora puedes comer una masita.
Víctor eligió una masita pequeña con un poco de dulce de naranja en el medio. Mantuvo las
rodillas juntas cuando se sentó. Siempre tenía la sensación de que la señora Badzerkian le miraba
las rodillas con disgusto. Muchas veces deseó que le hiciera algún comentario a su madre acerca
de que él ya era lo suficientemente grande como para usar pantalones largos, pero nunca había
dicho nada, o al menos él no lo había oído. Víctor se enteró por la conversación entre su madre y
la señora Badzerkian de que los Lorentz irían a cenar al día siguiente. Probablemente el guiso era
para ellos. Víctor se alegró de tener la tortuga un día más para poder jugar. A la mañana siguiente
le preguntaría a su madre si podría llevar la tortuga a la vereda un ratito, con correa o dentro de la
caja de cartón, si su madre insistía.
-…como un niiiño -decía su madre, riendo, echándole una mirada. La señora Badzerkian sonreía
con astucia y la boquita apretada.
Víctor recibió permiso para retirarse y fue a sentarse en el sofá en el otro extremo del cuarto, con
un libro. Su madre le estaba contando a la señora Badzerkian que él había estado jugando con la
tortuga. Víctor frunció las cejas y miró el libro, simulando que no oía. A su madre no le gustaba
que él les hablara a los invitados una vez que le había dado permiso para retirarse. Pero lo que
estaba oyendo lo hizo enrojecer de furia. Se incorporó, marcando la hoja que estaba leyendo con
el dedo.
-¡No veo qué tiene de infantil mirar a una tortuga! -dijo tartamudeando-. Son animales muy
interesantes, son…
Su madre lo interrumpió con una carcajada, pero una vez que la carcajada se desvaneció, dijo con
severidad:
-Víííctor, creí que te había dado permiso para retirarte. ¿Correcto?
Él dudó, viendo fugazmente la escena que tendría lugar cuando se fuera la señora Badzerkian.
-Sí, mamá. Perdóname -dijo. Luego se sentó y se concentró en su libro otra vez. Veinte minutos
más tarde, la señora Badzerkian se despidió. Su madre lo regañó, pero no fue un regaño de cinco o
diez minutos como se había imaginado. Como ella se había olvidado de la crema le pidió a Víctor
que bajara a comprarla. Víctor se puso el saco de lana gris y salió. Ese saco lo avergonzaba por
llamar la atención, pues le llegaba un poco más abajo que los pantalones cortos y parecía que no
tenía nada debajo del saco.
Echó una mirada a su alrededor para ver si encontraba a Frank en la vereda, pero no lo vio. Cruzó
la Tercera Avenida y entró en la rosticería del edificio grande que se veía desde la ventana de la
sala. A su regreso, vio a Frank caminando por la vereda, haciendo rebotar una pelota. Víctor se
dirigió directamente hacia él.
-¡Eh! -dijo Víctor-. Tengo una tortuga de agua en mi casa.
-¿Una qué? -Frank tomó la pelota y se detuvo.
-Una tortuga de agua. Te la mostraré mañana por la mañana, si estás por aquí. Es bastante grande.
-¿Sí? ¿Por qué no la traes ahora?
-Porque debo ir a cenar ahora -dijo Víctor. Entró en su edificio. Sintió que había logrado algo.
Frank se había mostrado muy interesado. A Víctor le hubiera gustado poder bajar la tortuga en ese
momento, pero su madre no quería que saliera de noche y ya estaba casi oscuro.
Cuando Víctor entró, su madre estaba en la cocina. Vio una cacerola con huevos y una gran olla
con agua en la hornalla de atrás.
-¡La sacaste otra vez! -chilló Víctor, viendo la caja de la tortuga sobre la mesada.
-Sí, voy a preparar el guiso esta noche -dijo su madre-. Por eso es que necesitaba la crema. Queda
muy rico así.
Víctor la miró.
-¿Vas… vas a matarla esta noche?
-Sí, querido. Esta noche. -Su madre movió la cacerola con los huevos.
-Mamá, ¿puedo llevarla abajo un minuto para mostrársela a Frank? -preguntó Víctor con rapidez-.
Sólo un minuto, mamá. Frank está abajo ahora.
-¿Quién es Frank?
-Es el chico que me preguntaste hoy. El rubio que siempre vemos. Por favor, mamá.
Las cejas negras de su madre se fruncieron.
-¿Llevar la terrapène abajo? De ningún modo. No seas absurdo, mi bebé. ¡La terrapène no es un
juguete!
Víctor trató de pensar en otra forma de persuadirla. Aún no se había sacado el abrigo.
-Tú querías que me hiciera amigo de Frank.
-Sí, ¿pero qué tiene eso que ver con la tortuga?
El agua en la olla grande comenzó a hervir.
-Verás, le prometí que… -Víctor observó que su madre sacaba la tortuga de la caja y, cuando la
echó en el agua hirviendo, abrió la boca espantado-. ¡Mamá!
-¿Qué pasa? ¿Qué es ese alborto?
Boquiabierto, Víctor miró a la tortuga, cuyas patas se batían con desesperación contra las paredes
de la olla. La tortuga abrió la boca y, por un instante, fijó la mirada en Víctor, arqueó la cabeza
hacia atrás con infinito dolor, hundió la boca abierta en el agua hirviendo… y fue el fin. Víctor
pestañeó. Estaba muerta. Se acercó más, vio cuatro patas y una cola y la cabeza extendida en el
agua. Miró a su madre.
Ella se estaba secando las manos con una toalla. Lo miró y exclamó:
-Diablos. -Se olió las manos y colgó la toalla en su lugar.
-¿Tenías que matarla de ese modo?
-¿De qué otro? Así es como se mata a las tortugas y las langostas. ¿No lo sabes? No sienten nada.
Él la miró con fijeza. Cuando se acercó para acariciarlo, Víctor retrocedió. Pensó en la boca abierta
de la tortuga y, de repente, se le llenaron los ojos de lágrimas. La tortuga lo había mirado y no
había podido oírla por el ruido de las burbujas. La tortuga lo había mirado, le había pedido que la
sacara de allí, pero él no se movió para ayudarla. Su madre lo había engañado, lo había hecho tan
rápido que no pudo salvarla. Retrocedió nuevamente.
-¡No! ¡No me toques!
Su madre le dio una bofetada, con fuerza y rapidez.
Víctor se cubrió la mandíbula con la mano. Después dio media vuelta, se dirigió al ropero, se sacó
el abrigo y lo colgó. Fue a la sala y se arrojó en el sofá. No estaba llorando, pero tenía la boca
abierta contra el almohadón del sofá. Entonces recordó la boca de la tortuga y cerró los labios. La
tortuga había sufrido. De no haberlo hecho, no hubiera movido las patas a tanta velocidad. Víctor
empezó a llorar silenciosamente, como la tortuga, con la boca abierta. Se cubrió el rostro con las
dos manos para no mojar el sofá. Después de un largo rato, se puso de pie. Su madre tarareaba en
la cocina, y de cuando en cuando él oía sus pasos rápidos y decididos mientras trabajaba. Víctor
apretó los dientes otra vez. Caminó con lentitud hasta la puerta de la cocina.
La tortuga estaba sobre la tabla de picar y su madre, luego de echarle un vistazo al niño, aún
canturreando, tomó un cuchillo, apretó la hoja hacia abajo y le cortó las uñitas a la tortuga. Víctor
entrecerró los ojos, pero siguió mirando con fijeza. Su madre separó las uñas de las patas del
animal muerto y las dejó caer en la bolsa de residuos. Después hizo girar el cuerpo exánime y, con
el mismo cuchillo puntiagudo y filoso, empezó a quitar el pálido caparazón que le cubría el
estómago. El pescuezo de la tortuga estaba inclinado hacia un lado. Víctor quería apartar la
mirada, pero no pudo. Enseguida aparecieron las vísceras de la tortuga, rojas, blancas y verdosas.
Víctor no prestó atención a lo que decía su madre acerca de que había cocinado tortugas en
Europa antes de que él naciera. Su voz era suave y tranquilizadora, y de ningún modo se
relacionaba con lo que estaba haciendo.
-¡Bueno, no me mires así! -le gritó repentinamente, golpeando el piso con el pie-. ¿Qué te pasa?
¿Estás loco? Sí, creo que estás loco. Estás enfermo, ¿sabías eso?
Víctor no pudo probar bocado de la cena, aunque el guiso de tortuga se serviría a la noche
siguiente, y su madre no pudo obligarlo a comer, aunque lo sacudió por los hombros y lo amenazó
con darle otra bofetada. No dijo una palabra. Se sentía muy distante de su madre, incluso cuando
ella le gritaba en las narices. Se sentía muy raro, como esas veces cuando tenía ganas de vomitar,
pero en ese momento no tenía ganas de vomitar. Cuando llegó la hora de acostarse, tuvo miedo
de la oscuridad. Veía la cara de la tortuga en todas partes, con la boca abierta y los ojos
desorbitados en una mirada de dolor. Víctor hubiera querido salir por la ventana y flotar, irse
adonde quisiera, desaparecer y al mismo tiempo estar en todas partes. Imaginó las manos de su
madre atenaceando sus hombros, si lo veía intentando salir por la ventana. Odiaba a su madre.
Se levantó y fue en silencio a la cocina. La casa estaba completamente a oscuras, pero Víctor
dirigió su mano con precisión a la hilera de cuchillas y tomó con suavidad la que buscaba. Pensó en
la tortuga, convertida en pedacitos, mezclada en la salsa de crema y huevo y jerez en la cacerola
dentro de la heladera.
El grito de su madre pareció desgarrarle los oídos. La segunda puñalada penetró en su cuerpo y le
perforó la garganta otra vez. Sólo el cansancio lo hizo detenerse y, para entonces, oyó gente
afuera que trataba de abrir la puerta. Víctor se dirigió a la puerta, corrió la cadena del pasador y
abrió.
Lo llevaron a un edificio enorme, lleno de enfermeras y médicos. Víctor era muy callado y hacía
todo lo que le pedían y contestaba las preguntas que le hacían, pero sólo eso. Como nadie
preguntó nada de la tortuga, no mencionó el tema.

Poesía de Louise Glück

Louise Glück

Esta semana la Academia Sueca otorgó el Premio Nobel de Literatura 2020 a la poeta Louise Glück, compartimos aquí una selección de poemas para acercarnos un poco a su obra.


  1. AMANTE DE LAS FLORES

En nuestra familia, todos aman las flores.
Por eso las tumbas nos parecen tan extrañas:
sin flores, sólo herméticas fincas de hierba
con placas de granito en el centro:
las inscripciones suaves, la leve hondura de las letras
llena de mugre algunas veces…
Para limpiarlas, hay que usar el pañuelo.

Pero en mi hermana, la cosa es distinta:
una obsesión. Los domingos se sienta en el porche de mi madre
a leer catálogos. Cada otoño, siembra bulbos junto a los escalones de ladrillo.
Cada primavera, espera las flores.
Nadie discute por los gastos. Se sobreentiende
que es mi madre quien paga; después de todo,
es su jardín y cada flor
es para mi padre. Ambas ven
la casa como su auténtica tumba.

No todo prospera en Long Island.
El verano es, a veces, muy caluroso,
y a veces, un aguacero echa por tierra las flores.
Así murieron las amapolas, en un día tan sólo,
eran tan frágiles…

2. LA PRIMERA NIEVE

Como una niña, la tierra se va a dormir,
o al menos así dice el cuento.

Pero no estoy cansada, dice,
y la madre responde: Puede que tú no estés cansada pero yo sí.

Lo puedes ver en su rostro, todo el mundo puede.
Así que la nieve debe caer, el sueño debe venir.
Porque la madre está mortalmente harta de su vida
y necesita silencio.

3. PARÁBOLA DE LA BESTIA

El gato circula por la cocina
con el pájaro muerto,
su nueva posesión.

Alguien debería debatir sobre
ética con el gato, mientras investiga
el asunto ese del pájaro cojo:
en esta casa
no experimentamos
la voluntad así.
Dile eso al animal,
sus dientes ya hincados
en la carne de otro animal.

4. EL VESTIDO

Se me secó el alma.
Como un alma arrojada al fuego,
pero no del todo,
no hasta la aniquilación. Sedienta,
siguió adelante. Crispada,
no por la soledad sino por la desconfianza,
el resultado de la violencia.

El espíritu, invitado a abandonar el cuerpo,
a quedar expuesto un momento,
temblando, como antes
de tu entrega a lo divino;
el espíritu fue seducido, debido a su soledad,
por la promesa de la gracia.
¿Cómo vas a volver a confiar
en el amor de otro ser?

Mi alma se marchitó y se encogió.
El cuerpo se convirtió en un vestido demasiado
grande
para ella.
Y cuando recuperé la esperanza,
era una esperanza completamente distinta.

5. LA MARIPOSA

Mira, una mariposa. ¿Pediste un deseo?

              Uno no pide deseos a las mariposas.

Tú hazlo. ¿Pediste uno?

              Sí.

Pues no cuenta.

6. EL ESPINO

Al lado tuyo, pero no

de tu mano: así te miro

andar por el jardín

de verano: las cosas

que no pueden moverse

aprenden a mirar. No necesito

perseguirte a través

del jardín; en cualquier parte

los humanos dejan

señal de lo que sienten, flores

esparcidas en el polvo del camino, todas

blancas y doradas, algunas

levemente alzadas

por el viento de la tarde. No necesito

seguirte adonde estás ahora,

hundido en la ponzoña de este campo, para

saber la causa de tu huida, de tu humana

pasión, de tu rabia:

¿por qué otra cosa

dejarías caer todo aquello

que has acumulado?

La culpa es de los tlaxcaltecas

ELENA GARRO
Elena Garro

Nacha oyó que llamaban en la puerta de la cocina y se quedó quieta. Cuando volvieron a insistir abrió con sigilo y miró la noche. La señora Laura apareció con un dedo en los labios en señal de silencio. Todavía llevaba el traje blanco quemado y sucio de tierra y sangre.

—¡Señora!… —suspiró Nacha. La señora Laura entró de puntillas y miró con ojos interrogantes a la cocinera. Luego, confiada, se sentó junto a la estufa y miró su cocina como si no la hubiera visto nunca.

—Nachita, dame un cafecito… Tengo frío.

—Señora, el señor… el señor la va a matar. Nosotros ya la dábamos por muerta.

—¿Por muerta?

Laura miró con asombro los mosaicos blancos de la cocina, subió las piernas sobre la silla, se abrazó las rodillas y se quedó pensativa. Nacha puso a hervir el agua para hacer el café y miró de reojo a su patrona; no se le ocurrió ni una palabra más. La señora recargó la cabeza sobre las rodillas, parecía muy triste.

—¿Sabes, Nacha? La culpa es de los tlaxcaltecas.

Nacha no contestó, prefirió mirar el agua que no hervía.

Afuera la noche desdibujaba a las rosas del jardín y ensombrecía a las higueras. Muy atrás de las ramas brillaban las ventanas iluminadas de las casas vecinas. La cocina estaba separada del mundo por un muro invisible de tristeza, por un compás de espera.

—¿No estás de acuerdo, Nacha?

—Sí, señora…

—Yo soy como ellos: traidora… —dijo Laura con melancolía.

La cocinera se cruzó de brazos en espera de que el agua soltara sus hervores.

—¿Y tú, Nachita, eres traidora?

La miró con esperanzas. Si Nacha compartía su calidad traidora, la entendería, y Laura necesitaba que alguien la entendiera esa noche.

Nacha reflexionó unos instantes, se volvió a mirar el agua que empezaba a hervir con estrépito, la sirvió sobre el café y el aroma caliente la hizo sentirse a gusto a cerca de su patrona.

—Sí, yo también soy traicionera, señora Laurita.

Contenta, sirvió el café en una tacita blanca, le puso dos cuadritos de azúcar y lo colocó en la mesa, frente a la señora. Esta, ensimismada, dio unos sorbitos.

—¿Sabes, Nachita? Ahora sé por qué tuvimos tantos accidentes en el famoso viaje a Guanajuato. En Mil Cumbres se nos acabó la gasolina. Margarita se asustó porque ya estaba anocheciendo. Un camionero nos regaló una poquita para llegar a Morelia. En Cuitzeo, al cruzar el puente blanco, el coche se paró de repente. Margarita se disgustó conmigo, ya sabes que le dan miedo los caminos vacíos y los ojos de los indios. Cuando pasó un coche lleno de turistas, ella se fue al pueblo a buscar un mecánico y yo me quedé en la mitad del puente blanco, que atraviesa el lago seco con fondo de lajas blancas. La luz era muy blanca y el puente, las lajas y el automóvil empezaron a flotar en ella. Luego la luz se partió en varios pedazos para convertirse en miles de puntitos y empezó a girar hasta que se quedó fija como un retrato. El tiempo había dado la vuelta completa, como cuando ves una tarjeta postal y luego la vuelves para ver lo que hay escrito atrás. Así llegué en el lago de Cuitzeo, hasta la otra niña que fui. La luz produce esas catástrofes, cuando el sol se vuelve blanco y uno está en el mismo centro de sus rayos. Los pensamientos también se vuelven mil puntitos, y uno sufre vértigo. Yo, en ese momento, miré el tejido de mi vestido blanco y en ese instante oí sus pasos. No me asombré. Levanté los ojos y lo vi venir. En ese instante, también recordé la magnitud de mi traición, tuve miedo y quise huir. Pero el tiempo se cerró alrededor de mí, se volvió único y perecedero y no pude moverme del asiento del automóvil. «Alguna vez te encontrarás frente a tus acciones convertidas en piedras irrevocables como ésa», me dijeron de niña al enseñarme la imagen de un dios, que ahora no recuerdo cuál era. Todo se olvida, ¿verdad Nachita?, pero se olvida sólo por un tiempo. En aquel entonces también las palabras me parecieron de piedra, sólo que de una piedra fluida y cristalina. La piedra se solidificaba al terminar cada palabra, para quedar escrita para siempre en el tiempo. ¿No eran así las palabras de tus mayores?

Nacha reflexionó unos instantes, luego asintió convencida.

—Así eran, señora Laurita.

—Lo terrible es, lo descubrí en ese instante, que todo lo increíble es verdadero. Allí venía él, avanzando por la orilla del puente, con la piel ardida por el sol y el peso de la derrota sobre los hombros desnudos. Sus pasos sonaban como hojas secas. Traía los ojos brillantes. Desde lejos me llegaron sus chispas negras y vi ondear sus cabellos negros en medio de la luz blanquísima del encuentro. Antes de que pudiera evitarlo lo tuve frente a mis ojos. Se detuvo, se cogió de la portezuela del coche y me miró. Tenía una cortada en la mano izquierda, los cabellos llenos de polvo, y por la herida del hombro le escurría una sangre tan roja, que parecía negra. No me dijo nada. Pero yo supe que iba huyendo, vencido. Quiso decirme que yo merecía la muerte, y al mismo tiempo me dijo que mi muerte ocasionaría la suya. Andaba malherido, en busca mía.

—La culpa es de los tlaxcaltecas —le dije.

El se volvió a mirar al cielo. Después recogió otra vez sus ojos sobre los míos. —¿Qué te haces? —me preguntó con su voz profunda. No pude decirle que me había casado, porque estoy casada con él. Hay cosas que no se pueden decir, tú lo sabes, Nachita.

—¿Y los otros? —le pregunté.

—Los otros salieron vivos andan en las mismas trazas que yo —vi que cada palabra le lastimaba la lengua y me callé, pensando en la vergüenza de mi traición. —Ya sabes que tengo miedo y que por eso traiciono…

—Ya lo sé —me contestó y agachó la cabeza. Me conoce desde chica, Nacha.

Su padre y el mío eran hermanos y nosotros primos. Siempre me quiso, al menos eso dijo y así lo creímos todos. En el puente yo tenía vergüenza. La sangre le seguía corriendo por el pecho. Saqué un pañuelito de mi bolso y sin una palabra, empecé a limpiársela. También yo siempre lo quise, Nachita, porque él es lo contrario de mí: no tiene miedo y no es traidor. Me cogió la mano y me la miró.

—Está muy desteñida, parece una mano de ellos —me dijo.

—Hace tiempo que no me pega el sol —bajó los ojos y me dejó caer la mano. Estuvimos así, en silencio, oyendo correr la sangre sobre su pecho. No me reprochaba nada, bien sabe de lo que soy capaz. Pero los hilitos de su sangre escribían sobre su pecho que su corazón seguía guardando mis palabras y mi cuerpo. Allí supe, Nachita, que el tiempo y el amor son uno solo.

—¿Y mi casa? —le pregunté.

—Vamos a verla —me agarró con su mano caliente, como agarraba a su escudo y me di cuenta de que no lo llevaba. Lo perdió en la huida, me dije, y me dejé llevar. Sus pasos sonaban en la luz de Cuitzeo iguales que en la otra luz: sordos y apacibles. Caminamos por la ciudad que ardía en las orillas del agua. Cerré los ojos. Ya te dije, Nacha, que soy cobarde. O tal vez el humo y el polvo me sacaron lágrimas. Me senté en una piedra y me tapé la cara con las manos.

—Yo no camino… —le dije.

—Ya llegamos —me contestó. Se puso en cuclillas junto a mí y con la punta de los dedos acarició mi vestido blanco.

—Si no quieres ver cómo quedó, no lo veas —me dijo quedito.

Su pelo negro me hacía sombra. No estaba enojado, nada más estaba triste. Antes nunca me hubiera atrevido a besarlo, pero ahora he aprendido a no tenerle respeto al hombre, y me abracé a su cuello y lo besé en la boca.

—Siempre has estado en la alcoba más preciosa de mi pecho —me dijo. Agachó la cabeza y miró la tierra llena de piedras secas. Con una de ellas dibujó dos rayitas paralelas, que prolongó hasta que se juntaron y se hicieron una sola.

—Somos tú y yo —me dijo sin levantar la vista. Yo, Nachita, me quedé sin palabras.

—Ya falta poco para que se acabe el tiempo y seamos uno solo… por eso te andaba buscando —se me había olvidado, Nacha, que cuando se gaste el tiempo, los dos hemos de quedarnos el uno en el otro, para entrar en el tiempo verdadero convertidos en uno solo. Cuando me dijo eso lo miré a los ojos. Antes sólo me atrevía a mirárselos cuando me tomaba, pero ahora, como ya te dije, he aprendido a no respetar los ojos del hombre. También es cierto que no quería ver lo que sucedía a mi alrededor… soy muy cobarde. Recordé los alaridos y volví a oírlos: estridentes, llameantes en mitad de la mañana. También oí los golpes de las piedras y las vi pasar zumbando sobre mi cabeza. El se puso de rodillas frente a mí y cruzó los brazos sobre mi cabeza para hacerme un tejadito.

—Este es el final del hombre —dije.

—Así es —contestó con su voz encima de la mía. Y me vi en sus ojos y en su cuerpo. ¿Sería un venado el que me llevaba hasta su ladera? ¿O una estrella que me lanzaba a escribir señales en el cielo? Su voz escribió signos de sangre en mi pecho y mi vestido blanco quedó rayado con un tigre rojo y blanco.

—A la noche vuelvo, espérame… —suspiró. Agarró su escudo y me miró desde muy arriba.

—Nos falta poco para ser uno —agregó con su misma cortesía.

Cuando se fue, volví a oír los gritos del combate y salí corriendo en medio de la lluvia de piedras y me perdí hasta el coche parado en el puente del Lago de Cuitzeo.

—¿Qué pasa? ¿Estás herida? —me gritó Margarita cuando llegó. Asustada, tocaba la sangre de mi vestido blanco y señalaba la sangre que tenía en los labios y la tierra que se había metido en mis cabellos. Desde otro coche, el mecánico de Cuitzeo me miraba con sus ojos muertos.

—¡Esos indios salvajes!… ¡No se puede dejar sola a una señora! —dijo al saltar de su automóvil, dizque para venir a auxiliarme.

Al anochecer llegamos a la ciudad de México. ¡Cómo había cambiado, Nachita, casi no pude creerlo! A las doce del día todavía estaban los guerreros y ahora ya ni huella de su paso. Tampoco quedaban escombros. Pasamos por el Zócalo silencioso y triste; de la otra plaza, no quedaba ¡nada! Margarita mi miraba de reojo. Al llegar a la casa nos abriste tú. ¿Te acuerdas?

Nacha asintió con la cabeza. Era muy cierto que hacía apenas dos meses escasos que la señora Laurita y su suegra habían ido a pasear a Guanajuato. La noche en que volvieron, Josefina la recamarera y ella, Nacha, notaron la sangre en el vestido y los ojos ausentes de la señora, pero Margarita, la señora grande, les hizo señas de que se callaran. Parecía muy preocupada. Más tarde Josefina le contó que en la mesa el señor se le quedó mirando malhumorado a su mujer y le dijo:

—¿Por qué no te cambiaste? ¿Te gustas recordar lo malo? La señora Margarita, su mamá, ya le había contado lo sucedido y le hizo una seña como diciéndole: «¡Cállate, tenle lástima!» la señora Laurita no contestó; se acarició los labios y sonrió ladina. Entonces el señor, volvió a hablar del presidente López Mateos.
—Ya sabes que ese nombre no se le cae de la boca —había comentado Josefina, desdeñosamente.

En sus adentros ellas pensaban que la señora Laurita se aburría oyendo hablar siempre del señor presidente y de las visitas oficiales.

—¡Lo que son las cosas, Nachita, yo nunca había notado lo que me aburría con Pablo hasta esa noche! —comentó la señora abrazándose con cariño las rodillas y dándoles súbitamente la razón a Josefina y a Nachita.

La cocinera se cruzó de brazos y asintió con la cabeza.

—Desde que entré en la casa, los muebles, los jarrones y los espejos se me vinieron encima y me dejaron más triste de lo que venía. ¿Cuántos días, cuántos años tendré que esperar todavía para que mi primo venga a buscarme? Así me dije y me arrepentí de mi traición. Cuando estábamos cenando me fijé en que Pablo no hablaba con palabras sino con letras. Y me puse a contarlas mientras le miraba la boca gruesa y el ojo muerto. De pronto se calló. Ya sabes que se le olvida todo. Se quedó con los brazos caídos. «Este marido nuevo no tiene memoria y no sabe más que las cosas de cada día».

—Tienes un marido turbio y confuso —me dijo él volviendo a mirar las manchas de mi vestido. La pobre de mi suegra se turbó y como estábamos tomando el café se levantó a poner un twist.

—Para que se animen —nos dijo, dizque sonriendo, porque veía venir el pleito. Nosotros nos quedamos callados. La casa se llenó de ruidos. Yo miré a Pablo. «Se parece a…», y no me atreví a decir su nombre, por miedo a que me oyeran el pensamiento. Es verdad que se le parece, Nacha. A los dos les gusta el agua y las casa frescas. Los dos miran al cielo por las tardes y tienen el pelo negro y los dientes blancos. Pero Pablo habla a saltitos, se enfurece por nada y pregunta a cada instante: ¿En qué piensas? Mi primo marido no hace ni dice nada de eso.

—¡Muy cierto! ¡Muy cierto que el señor es fregón! —dijo Nacha con disgusto. Laura suspiró y miró a su cocinera con alivio. Menos mal que la tenía de confidente.

—Por la noche, mientras Pablo me besaba, yo me repetía: «¿A qué horas vendrá a buscarme?». Y casi lloraba al recordar la sangre de la herida que tenía en el hombro. Tampoco podía olvidar los brazos cruzados sobre mi cabeza para hacerme un tejadito. Al mismo tiempo tenía miedo de que Pablo notara que mi primo me había besado en la mañana. Pero no notó nada y si no hubiera sido por Josefina que me asustó en la mañana, Pablo nunca lo hubiera sabido.

Nachita estuvo de acuerdo. Esa Josefina con su gusto por el escándalo tenía la culpa de todo. Ella, Nacha, bien se lo dio: «¡Cállate! ¡Cállate por el amor de Dios, si no oyeron nuestros gritos por algo sería!». Pero, qué esperanzas, Josefina apenas entró a la pieza de los patrones con la bandeja del desayuno, soltó lo que debería haber callado.

—¡Señora, anoche un hombre estuvo espiando por la ventana de su cuarto!
¡Nacha y yo gritamos y gritamos!

—No oímos nada… —dijo el señor asombrado.

—¡Es él…! —gritó la tonta dela señora.

—¿Quién es él? —preguntó el señor mirando a la señora como si la fuera a matar. Al menos eso dijo Josefina después.

La señora asustadísima se tapó la boca con la mano y cuando el señor le volvió a hacer la misma pregunta, cada vez con más enojo, ella contestó:

—El indio… el indio que me siguió desde Cuitzeo hasta la ciudad de México. Así supo Josefina del indio y así se lo contó a Nachita.

—¡Hay que avisarle inmediatamente a la policía! —gritó el señor.

Josefina le enseñó la ventana por la que el desconocido había estado fisgando y Pablo la examinó con atención: en el alféizar había huellas de sangre casi frescas.

—Está herido… —dijo el señor Pablo preocupado. Dio unos pasos por la recámara y se detuvo frente a su mujer.

—Era un indio, señor —dijo Josefina corroborando las palabras de Laura.

Pablo vio el traje blanco tirado sobre una silla y lo cogió con violencia.

—¿Puedes explicarme el origen de estas manchas?

La señora se quedó sin habla, mirando las manchas de sangre sobre el pecho de su traje y el señor golpeó la cómoda con el puño cerrado. Luego se acercó a la señora y le dio una santa bofetada. Eso lo vio y lo oyó Josefina.

—Sus gestos son feroces y su conducta es tan incoherente como sus palabras.

—Yo no tengo la culpa de que aceptara la derrota —dijo Laura con desdén.

—Muy cierto —afirmó Nachita.

Se produjo un largo silencio en la cocina. Laura metió la punta del dedo hasta el fondo de la taza, para sacar el pozo negro del café que se había quedado asentado, y Nacha al ver esto volvió a servirle un café calientito.

—Bébase su café, señora —dijo compadecida de la tristeza de su patrona.

¿Después de todo de qué se quejaba el señor? A leguas se veía que la señora Laurita no era para él.

—Yo me enamoré de Pablo en una carretera, durante un minuto en el cual me recordó a alguien conocido, a quien yo no recordaba. Después, a veces, recuperaba aquel instante en el que parecía que iba a convertirse en ese otro al cual se parecía. Pero no era verdad. Inmediatamente volvía a ser absurdo, sin memoria, y sólo repetía los gestos de todos los hombres de la ciudad de México. ¿Cómo querías que no me diera cuenta del engaño? Cuando se enoja me prohíbe salir. ¡A ti te consta! ¿Cuántas veces arma pelitos en los cines y en los restaurantes? Tú lo sabes, Nachita. En cambio mi primo marido, nunca, pero nunca, se enoja con la mujer.

Nacha sabía que era cierto lo que ahora le decía la señora, por eso aquella mañana en que Josefina entró en la cocina espantada y gritando: «¡Despierta a la señora Margarita, que el señor está golpeando a la señora!», ella, Nacha, corrió al cuarto de la señora grande.
La presencia de su madre calmó al señor Pablo. Margarita se quedó muy asombrada al oír lo de indio, porque ella no lo había visto en el Lago de Cuitzeo, sólo había visto la sangre como la que podías ver todos.

—Tal vez en el lago tuviste una insolación, Laura, y te salió sangre por las narices. Fíjate, hijo, que llevábamos el coche descubierto —dijo casi sin saber qué decir.

La señora Laura se tendió boca abajo en la cama y se encerró en sus pensamientos, mientras su marido y su suegra discutían.

—¿Sabes, Nachita, lo que yo estaba pensando esa mañana? ¿Y si me vio anoche cuando Pablo me besaba? Y tenía ganas de llorar. En ese momento me acordé de que cuando un hombre y una mujer se aman y no tienen hijos están condenados a convertirse en uno solo. Así me lo decía mi otro padre, cuando yo le llevaba el agua y él miraba la puerta detrás de la que dormíamos mi primo marido y yo. Todo lo que mi otro padre me había dicho ahora se estaba haciendo verdad. Desde la almohada oí las palabras de Pablo y de Margarita y no eran sino tonterías. «Lo voy a ir a buscar», me dije. «Pero ¿a dónde?». Más tarde cuando tú volviste a mi cuarto a preguntarme qué hacíamos de comida, me vino un pensamiento a la cabeza: «¡Al café de Tacuba!». Y ni siquiera conocía ese café, Nachita, sólo lo había oído mentar.

Nacha recordó a la señora como si la viera ahora, poniéndose su vestido blanco manchado de sangre, el mismo que traía en ese momento en la cocina.

—¡Por Dios, Laura, no te pongas ese vestido! —le dijo su suegra. Pero ella no hizo caso. Para esconder las manchas, se puso un suéter blanco encima, se lo abotonó hasta el cuello y se fue a la calle sin decir adiós. Después vino lo peor. No, lo peor no. Lo peor iba a venir ahora en la cocina, si la señora Margarita se llegaba a despertar.

—En el café de Tacuba no había nadie. Es muy triste ese lugar, Nachita. Se me acercó el camarero. «¿Qué le sirvo?». Yo no quería nada, pero tuve que pedir algo. «Una cocada». Mi primo y yo comíamos cocos de chiquitos… En el café un reloj marcaba el tiempo. «En todas las ciudades hay relojes que marcan el tiempo, se debe estar gastando a pasitos. Cuando ya no quede sino una capa transparente, llegará él y las dos rayas dibujadas se volverán una sola y yo habitaré la alcoba más preciosa de su pecho». Así me decía mientras comía la cocada.

—¿Qué horas son? —le pregunté al camarero.

—La doce, señorita.

A la una llega Pablo, me dije; si le digo a un taxi que me lleve por el periférico, puedo esperar todavía un rato.

Pero no esperé y me salí a la calle. El sol estaba plateado, el pensamiento se me hizo un polvo brillante y no hubo presente, pasado ni futuro. En la acera estaba mi primo, se me puso delante, tenía los ojos tristes, me miró largo rato. —¿Qué haces? —me preguntó con voz profunda.

—Te estaba esperando.

Se quedó quieto como las panteras. Le vi el pelo negro y la herida roja en el hombro.

—¿No tenías miedo de estar aquí solita?

Las piedras y los gritos volvieron a zumbar alrededor nuestro y yo sentí que algo ardía a mis espaldas.

—No mires —me dijo.

Puso una rodilla en tierra y con los dedos apagó mi vestido que empezaba a arder. Le vi los ojos muy afligidos.

—¡Sácame de aquí! —le grité con todas mis fuerzas, porque me acordé de que estaba frente a la casa de mi papá, que la casa estaba ardiendo y que atrás de mí estaban mis padres y mis hermanitos muertos. Todo lo veía retratado en sus ojos, mientras él estaba con la rodilla hincada en tierra apagando mi vestido. Me dejé caer sobre él, que me recibió en sus brazos. Con su manos caliente me tapó los ojos.

—Este es el final del hombre —le dije con los ojos en su manos.

—¡No lo veas!

Me guardó contra su corazón. Yo lo oí sonar como rueda el trueno sobre las montañas. ¿Cuánto faltaría para que el tiempo se acabara y yo pudiera oírlo siempre? Mis lágrimas refrescaron su mano que ardía en el incendio de la ciudad. Los alaridos y las piedras nos cercaban, pero yo estaba a salvo bajo su pecho.

—Duerme conmigo… —me dijo en voz muy baja.

—¿Me viste anoche? —le pregunté.

—Te vi…

Nos dormimos en la luz de la mañana, en el calor del incendio. Cuando recordamos, se levantó y agarró su escudo.

—Escóndete hasta el amanecer. Yo vendré por ti.

Se fue corriendo ligero sobre sus piernas desnudas… Y yo me escapé otra vez Nachita, porque sola tuve miedo.

—Señorita, ¿se siente mal?

Una voz igual a la de Pablo se me acercó a media calle.

—¡Insolente! ¡Déjeme tranquila!

Tomé un taxi que me trajo a la casa por el periférico y llegué…

Nacha recordó su llegada: ella misma le había abierto la puerta. Y ella fue la que le dio la noticia. Josefina bajó después, desbarrancándose por las escaleras.

—¡Señora, el señor y la señora Margarita están en la policía!

Laura se quedó mirando asombrada, muda.

—¿Dónde anduvo, señora?

—Fui al café de Tacuba.

—Pero eso fue hace dos días. Josefina traía el Ultimas Noticias. Leyó en voz alta: «La señora Aldama continúa desaparecida. Se cree que el siniestro individuo de aspecto indígena que la siguió desde Cuitzeo, sea un sádico. La policía investiga en los estado de Michoacán y Guanajuato».
La señora Laurita arrebató el periódico de las manos de Josefina y lo desgarró con ira. Luego se fue a su cuarto. Nacha y Josefina la siguieron, era mejor no dejarla sola. La vieron echarse en su cama y soñar con los ojos muy abiertos. Las dos tuvieron el mismo pensamiento y así se lo dijeron después en la cocina: «Para mí, la señora Laurita anda enamorada». Cuando el señor llegó ellas estaban todavía en el cuarto de su patrona.

—¡Laura! —gritó. Se precipitó a la cama y tomó a su mujer en sus brazos.

—¡Alma de mi alma! —sollozó el señor.

La señora Laurita pareció enternecida unos segundos.

—¡Señor! —gritó Josefina—. El vestido de la señora está bien chamuscado.

Nacha lo miró desaprobándola. El señor revisó el vestido y las piernas de la señora.

—Es verdad… también las suelas de sus zapatos están ardidas. Mi amor, ¿qué pasó?, ¿dónde estuviste?

—En el café Tacuba —contestó la señora muy tranquila.

La señora Margarita se torció las manos y se acercó a su nuera.

—Ya sabemos que anteayer estuviste allí y comiste una cocada. ¿Y luego?

—Luego tomé un taxi y me vine para acá por el periférico.

Nacha bajó los ojos, Josefina abrió la boca como para decir algo y la señora Margarita se mordió los labios. Pablo, en cambio, agarró a su mujer por los hombros y la sacudió con fuerza.

—¡Déjate de hacer la idiota! ¿En dónde estuviste dos días?… ¿Por qué traes el vestido quemado?

—¿Quemado? Si él lo apago… —dejó escapar la señora Laura.

—¿El?… ¿El indio asqueroso? —Pablo la volvió a zarandear con ira.

—Me lo encontré a la salida del café Tacuba… —sollozó la señora muerta de miedo.

—¡Nunca pensé que fueras tan baja! —dijo el señor y la aventó sobre la cama.

—Dinos quién es —preguntó la suegra suavizando la voz.

—¿Verdad, Nachita, que no podía decirles que era mi marido? —preguntó Laura pidiendo la aprobación de la cocinera.

Nacha aplaudió la discreción de su patrona y recordó que aquel mediodía, ella, apenada por la situación de su ama, había opinado:

—Tal vez el indio de Cuitzeo es un brujo.

Pero la señora Margarita se había vuelto a ella con ojos fulgurantes para contestarle casi a gritos:

—¿Un brujo? ¡Dirás un asesino!

Después, en muchos días no dejaron salir a la señora Laurita. El señor ordenó que se vigilaran las puertas y ventanas de la casa. Ellas, las sirvientas, entraban continuamente la cuarto de la señora para echarle un vistazo. Nacha se negó siempre a exteriorizar su opinión sobre el caso o a decir las anomalías que sorprendía. Pero ¿quién podía callar a Josefina?

—Señor, al amanecer, el indio estaba otra vez junto a la ventana —anunció al llevar la bandeja con el desayuno.

El señor se precipitó a la ventana y encontró otra vez la huella de sangre fresca. La señora se puso a llorar.

—¡Pobrecito!… ¡pobrecito!… —dijo entre sollozos.

Fue esa tarde cuando el señor llegó con un médico. Después el doctor volvió todos los atardeceres.

—Me preguntaba por mi infancia, por mi padre y por madre. Pero, yo, Nachita, no sabía de cuál infancia, ni de cuál padre, ni de cuál madre quería saber. Por eso le platicaba de la conquista de México. ¿Tú me entiendes verdad? —preguntó Laura con los ojos puestos sobre las cacerolas amarillas.

—Sí, señora… —Y Nachita nerviosa, escrutó el jardín a través de los vidrios de la ventana. La noche apenas si dejaba ver entre sus sombras. Recordó la cara desganada del señor frente a su cena y la mirada acongojada de su madre.

—Mamá, Laura le pidió al doctor la Historia… de Bernal Díaz del Castillo, dice que es lo único que le interesa.

La señora Margarita había dejado caer el tenedor.

—¡Pobre hijo mío, tu mujer está loca!

—No habla sino de la caída de la Gran Tenochtitlán —agregó el señor Pablo con aire sombrío.

Dos días después, el médico, la señora Margarita y el señor Pablo decidieron que la depresión de Laura aumentaba con el encierro. Debía tomar contacto con el mundo y enfrentarse con sus responsabilidades. Desde ese día, el señor mandaba el automóvil para que su mujer saliera a dar paseítos por el Bosque de Chapultepec. La señora salía acompañada de su suegra y el chofer tenía órdenes de vigilarlas estrechamente. Sólo que el aire de los eucaliptos no la mejoraba, pues apenas volvía a su casa, la señora Laurita se encerraba en su cuarto para leer la conquista de México de Bernal Díaz.

Una mañana la señora Margarita regresó del Bosque de Chapultepec sola y desamparada.

—¡Se escapó la loca! —gritó con voz estentórea al entrar en la casa.

—Fíjate, Nacha, me senté en la misma banquita de siempre y me dije: «No me lo perdona. Un hombre puede perdonar una, dos, tres, cuatro traiciones, pero la traición permanente, no». Este pensamiento me dejó muy triste. Hacia calor y Margarita se compró un helado de vainilla; yo no quise, entonces ella se metió al automóvil a comerlo. Me fijé que estaba tan aburrida de mí, como yo de ella. A mí no me gusta que me vigilen y traté de ver otras cosas para no verla comiendo su barquillo mirándome. Vi el heno gris que colgaba de los ahuehuetes y no sé por qué, la mañana se volvió tan triste como esos árboles. «Ellos y yo hemos visto las mismas catástrofes», me dije. Por la calzada vacía, se paseaban las horas solas. Como las horas estaba yo: sola en una calzada vacía. Mi marido había contemplado por la ventana mi traición permanente y me había abandonado en esa calzada hecha de cosas que no existían, recordé el olor de las hojas de maíz y el rumos sosegado de su pasos. «Así caminaba, con el ritmo de las hojas secas cuando el viento de febrero las lleva sobre las piedras. Antes no necesitaba volver la cabeza para saber que él estaba ahí mirándome las espaldas»… Andaba en esos tristes pensamientos, cuando oí correr al sol y las hojas secas empezaron a cambiar de sitio. Su respiración se acercó a mis espaldas, luego se puso frente a mí, vi sus pies desnudos delante de los míos. Tenía un arañazo en la rodilla. Levanté los ojos y me hallé bajo los suyos. Nos quedamos mucho rato sin hablar. Por respeto yo esperaba sus palabras.

—¿Qué te haces? —me dijo.

Vi que no se movía y que parecía más triste que antes. —Te estaba esperando —contesté.

—Ya va a llegar el último día…

Me pareció que su voz salía del fondo de los tiempos. Del hombro le seguía brotando sangre. Me llené de vergüenza, bajé los ojos, abrí mi bolso y saqué un pañuelito para limpiarle el pecho. Luego lo volví a guardar. El siguió quieto, observándome.

—Vamos a la salida de Tacuba… Hay muchas traiciones.

Me agarró de la mano y nos fuimos caminando entre la gente, que gritaba y se quejaba. Había muchos muertos que flotaban en el agua de los canales. Había mujeres sentadas en la hierba mirándolos flotar. De todas partes surgía la pestilencia y los niños lloraban corriendo de un lado para otro, perdidos de sus padres. Yo miraba todo sin querer verlo. Las canoas despedazadas no llevaban a nadie, sólo daban tristeza. El marido me sentó debajo de un árbol roto. Puso una rodilla en tierra y miró alerta lo que sucedía a nuestro alrededor. El no tenía miedo. Después me miró a mí.

—Ya sé que eres traidora y que me tienes buena voluntad. Lo bueno crece junto a lo malo.

Los gritos de los niños apenas me dejaban oírlo. Venían de lejos, pero eran tan fuertes que rompían la luz del día. Parecía que era la última vez que iban a llorar.

—Son las criaturas… —me dijo.

—Este es el final del hombre —repetí, porque no se me ocurría otro pensamiento. El me puso las manos sobre los oídos y luego me guardó contra su pecho.

—Traidora te conocí y así te quise.

—Naciste sin suerte —le dije. Me abracé a él. Mi primo marido cerró los ojos para no dejar correr las lágrimas. Nos acostamos sobre las ramas rotas del pirú. Hasta allí nos llegaron los gritos de los guerreros, las piedras y los llantos de los niños. —El tiempo se está acabando… —suspiró mi marido.

Por una grieta se escapaban las mujeres que no querían morir junto con la fecha. Las filas de hombres caían una después de la otra, en cadena como si estuvieran cogidos de la mano y el mismo golpe los derribara a todos. Algunos daban un alarido tan fuerte, que quedaba resonando mucho rato después de su muerte.

Faltaba poco para que nos fuéramos para siempre en uno solo cuando mi primo se levantó, me juntó ramas y me hizo una cuevita.

—Aquí me esperas.

Me miró y se fue a combatir con la esperanza de evitar la derrota. Yo me quedé acurrucada. No quise ver a las gentes que huían, para no tener la tentación, ni tampoco quise ver a los muertos que flotaban en el agua para no llorar. Me puse a contar los frutitos que colgaban de las ramas cortadas: estaban secos y cuando los tocaba con los dedos, la cáscara roja se les caía. No sé porque me parecieron de mal agüero y preferí mirar el cielo, que empezó a oscurecerse. Primero se puso pardo, luego empezó a coger el color de los ahogados de los canales. Me quedé recordando los colores de otras tardes, pero la tarde siguió amoratándose, hichándose, como si de pronto fuera a reventar y supe que se había acabado el tiempo, si mi primo no volvía, ¿qué sería de mí? Tal vez que ya estaba muerto en el combate. No me importó su suerte y me salí de allí a toda carrera perseguida por el miedo. Cuando llegue y me busque… No tuve tiempo de acabar mi pensamiento porque me hallé en el anochecer de México. Margarita ya se debe haber acabado su helado de vainilla y Pablo debe de estar muy enojado… Un taxi me trajo por el periférico. ¿Y sabes, Nachita?, los periféricos eran los canales infestados de cadáveres… por eso llegué tan triste… Ahora, Nachita, no le cuentes al señor que me pasé la tarde con mi marido.

Nachita se acomodó los brazos sobre la falda lila.

—El señor Pablo hace ya diez días que se fue a Acapulco. Se quedó muy flaco con las semanas que duró la investigación —explicó Nachita satisfecha.

Laura la miró sin sorpresa y suspiró con alivio.

—La que está arriba es la señora Margarita —agregó Nacha volviendo los ojos hacia el techo de la cocina.

Laura se abrazó la rodillas y miró por los cristales de la ventana a las rosas borradas por las sombras nocturnas y a las ventanas vecinas que empezaban a apagarse.

Nachita se sirvió sal sobre el dorso de la mano y la comió golosa.

—¡Cuánto coyote! ¡Anda muy alborotada la coyotada! —dijo con la voz llena de sal.

Laura se quedó escuchando unos instantes.

—Malditos animales, los hubieras visto hoy en la tarde —dijo.

—Con tal de que no estorben el paso del señor, o que le equivoquen el camino — comentó Nachita con miedo.

—Si nunca los temió, ¿por qué había de temerlos esta noche? —preguntó Laura molesta.

Nacha se aproximó a su patrona para estrechar la intimidad súbita que se había establecido entre ellas.

—Son más canijos que los tlaxcaltecas —le dio en voz muy baja.
Las dos mujeres se quedaron quietas. Nacha devorando poco a poco otro puñito de sal. Laura escuchando preocupada los aullidos de los coyotes que llenaban la noche. Fue Nacha la que lo vio llegar y le abrió la puerta.

—¡Señora!… Ya llegó por usted… —le susurró en una voz tan baja que sólo Laura pudo oírla.

Después, cuando Laura se había ido para siempre con él, Nachita limpió la sangre de la ventana y espantó a los coyotes, que entraron en su siglo que acababa de gastarse en ese instante. Nacha miró con sus ojos viejísimos, para ver si todo estaba en orden: lavó la taza de café, tiró al bote de la basura las colillas manchadas de rojo de labios, guardó la cafetera en la alacena y apagó la luz.

—Yo digo que la señora Laurita no era de este tiempo, ni era para el señor —dijo en la mañana cuando le llevó el desayuno a la señora Margarita.

—Ya no me hallo en casa de los Aldama. Voy a buscarme otro destino —le confió a Josefina. Y en un descuido de la recamarera, Nacha se fue hasta sin cobrar su sueldo.

 

 

 

 

La vela perpetua

Ibargüengoitia, el escritor más mexicano
Jorge Ibargüengoitia, escritor mexicano.

—Julia y tú —me dijo uno que ahora tiene fama de buen novelista—, han sido muy buenos amigos y volverán a serlo. Esto no es más que un pleito pasajero.
Se equivocó. El pleito se acabó hace mucho, pero Julia y yo no volvimos a ser amigos, ni buenos ni malos.
Supongo que la gente habrá creído que nos peleá­bamos por celos, porque en aquella época se podía pensar que Julia me ponía los cuernos con el gringo aquél que se llamaba Ed Hole; también se podía pen­sar que el celoso era el marido de Julia, porque Julia tenía marido cuando sucedió el pleito y que Julia y yo le poníamos los cuernos. Pero las dos versiones carecen de fundamento. Ni Julia me puso los cuernos con Ed Hole, ni se los puso conmigo a su marido, por la sencilla razón de que Julia y yo nunca fuimos amantes.

Pero esto no es más que el final de la aventura. Lo interesante fue el principio.
Yo entré en la Escuela de Filosofía y Letras, que entonces estaba en Mascarones, y allí la conocí. Ni yo le gustaba a ella, ni ella me gustaba a mí; ni yo le simpatizaba, ni me simpatizaba ella. A Julia le gus­taban los hombres esmirriados y muy cultos, así que me consideraba un ingenierote bajado del cerro a tam­borazos. Yo, por mi parte, pensaba que a ella le fal­taban pechos, le faltaban piernas, le faltaban nalgas y le sobraban dos o tres idiomas que ella creía que hablaba a las mil maravillas.
Nos averngonzábamos el uno del otro. Un día subí al segundo piso de Mascarones y la encontré allí platicando con Jaimes Salines, el gran poeta, que ya desde entonces se creía Cristo Crucificado. Ella me vio venir con mi chamarra beige, mis pantalones beige, mi camisa beige y mis zapatos beige, muy quitado de la pena y me echó una mirada que me dejó helado. Cuando llegué junto a ellos, Julia me trató como si apenas me conociera y Salines, que estaba pensando en la condición humana, ni me miró. En otra oca­sión, tuvimos examen de Fonética; ella terminó, se levantó del asiento, entregó su prueba y salió de clase. Llevaba una bolsa de mecate con barbas de estro­pajo, porque era medio folklórica. Amancio Bolafio e Isla, que era el maestro, se le quedó mirando muy extraviado y cuando ella salió me preguntó:
—¿Qué es lo que traía en la mano?
Y yo, como San Pedro, contesté:
—No sé, Maestro. No me fijé.
Pero si yo no le gustaba, si le parecía tan grandote y tan ignorante, ¿por qué estaba esperándome aquella noche; cuando salí de clase de Italiano y fui a mirar a las que estaban tomando clase de Danza? Si no tenía intenciones eróticas, ¿por qué me propuso que camináramos un rato y me llevó al Parque Sullivan? Misterio. Y si a m no me gustaba, si la encontraba físicamente tan deficiente, ¿por qué le cogí la mano primero, por qué la besé después y por qué estuve besándola cada vez que encontramos un rincón oscuro en el camino a su casa? Misterio. Y si pasó todo esto, ¿por qué no pasó nada después? Es decir, ¿por qué no acabamos donde deben acabar estas cosas: en la cama? También misterio.
Al día siguiente de aquella noche, llegué muy ga­lante a la Escuela y le pregunté, con un tono medio arrebatado:
—¿Quieres que sea tu amante, tu marido, tu novio, ti, amigo? ¿Qué vamos a hacer?
—No haremos nada —me contestó, con una indife­rencia bastante teatral—. Cuando salgamos de clase iremos al parque y allí nos besaremos. Eso es todo.
Y eso fue todo. Durante los cinco años que siguie­ron, nunca supe si fui su amante, su marido, su no­vio, o su amigo. Creo que ella tampoco llegó a saberlo.
Cuando la conocí, acababa de divorciarse de su pri­mer marido; cuando tuvimos el pleito, cinco arios des­pués, tenía tres de casada con su segundo marido. Es decir, que yo la conduje, con mano firme, de un ma— trimonio al otro y todavía la acompañé durante los tres primeros años del segundo.
Durante una época me consolé pensando que no me había casado con ella porque no quería compromisos. Ésta es una explicación simplista, porque supone que ella  quería casarse conmigo, lo cual es una de las partes más oscuras del misterio. Julia me dijo que no quería casarse conmigo y me dijo que  quería casarse conmigo; me dijo que no me necesitaba y me dijo que no podía vivir sin mi apoyo; me dijo que éramos como hermanos y me dijo que si en tal cir­cunstancia yo hubiera “insistido”, ella no hubiera po­dido negarme nada.
Pero como “insistí” solamente en momentos inopor­tunos, todo comenzó en el Parque Sullivan, siguió en el Parque Sullivan y terminó en el Parque Sullivan. Digo, todo lo erótico. Lo no erótico, en cambio, fue un verdadero margallate.
Por ejemplo, sus confesiones. La primera fue, como es lógico, que estaba divorciada y que tenía un hijo. Esta revelación me pareció trágica, porque en aque­lla época me parecía que era trágico casarse, trágico parir y trágico divorciarse. La segunda revelación fue todavía peor: su marido había sido un homosexual de siete suelas. Esta tesis no duró mucho tiempo y pro­bablemente fue inspirada, no en hechos reales, sino en Un tranvía llamado Deseo, que en aquella época estaba muy de moda; en confesiones subsecuentes, su marido se convirtió en un maniaco sexual, que no se bajaba de ella. La tercera confesión fue que Fulano de Tal, que era tan su amigo, no era su amigo en vea­lidad, sino que había sido su amante. Habían tenido un coito en un departamento prestado, que les había salido muy mal. El caso es que desde esa ocasión, cada vez que se encontraban se quedaban como elec­trizados. Me confesó un embarazo y una hemorragia que le había venido cuando estaba parada en un cés­ped esperando un camión; me confesó un “rechazo hacia el ser amado”; me confesó un principio de ena­moramiento con un maricón, un affaire con su médico de cabecera y la ligera tentación lesbiana que le pro­vocaba una argentina imbécil que después se suicidó.
Ahora estoy convencido de que la mitad de estas confesiones fueron apócrifas, pero en esa época me las tragué como si fueran el Evangelio; aprendí psicología, porque ella se tenía la terminología muy bien sabida y me quedé como quien va a la playa y ve de repente salir del agua a Laocoonte en aprietos.
Las confesiones fueron factor muy importante en las relaciones entre Julia y yo, porque por una parte me convertí en una especie de Doctora Corazón y por otra, me convencí de que irse a la cama con Julia era una de las empresas más complicadas que pudiera in­tentar el hombre y la de éxito más problemático.
Un día me dijo, como para complicar más las cosas:
—Le platiqué a mi amiga María Elena de ti y ella me felicitó.
—¿Por qué te felicitó?
—¡Porque es tan raro que estas cosas sucedan!
Debí preguntar cuáles eran las cosas que estaban sucediendo, pero me dio miedo y preferí quedarme ca­llado. Me quedé en la duda de si se refería a que había encontrado un buen confidente, o si le había “confesado” a María Elena que estábamos amándonos como locos.
María Elena nos invitó a comer un domingo y fui­mos. la Sagrada Familia: ella, el niño y yo.

Al principio de nuestra relación, teníamos que pa­sar juntos cuatro horas diarias cinco veces por semana; por obligación, porque estábamos en la misma escuela y tomábamos las mismas clases; después, cuan­do ya estábamos hechos uno al otro, no podíamos se­pararnos, íbamos a clase juntos, íbamos al café juntos y después la acompañaba hasta su casa; en el camino entrábamos en un café de Insurgentes y ella comía una ensalada de frutas y yo tomaba café; así pasaban otras dos horas.
En la Escuela, las mujeres mayores me decían: —Usted no se meta con ésa, que no le conviene. Julia tenía un halo trágico, que después de todo, era lo que la hacía atractiva. Escribía unas obronas en donde la gente sufría mucho, se aburría mucho y odiaba mucho y las leía con voz lenta y precisa, con una sobriedad rayana en la monotonía. Yo la escuchaba alelado, asombrado de que se le ocurrieran co­sas tan tremendas.
Una estudiante americana, que nos conoció el pri­mer año, vino a fines del segundo y me pregutó im paciente:
—¿Todavía no te has liberado de ésa?
Pero yo no quería liberarme. No podía vivir sin ella, creía yo. Hubo dos viajes en los que ocurrieron cosas que determinaron el curso (le esta historia.
El primero fue un viaje… de estudio, digamos. No importa qué clase de estudio, ni a dónde fue; lo que importa es que los hombres estábamos en un cuarto y ella, que era la única mujer, estaba en otro. Cuando la encontré lavándose los dientes y ella me miró y se rió con la boca enjabonada, comprendí que la relación de confesionario que estábamos teniendo en esa época iba a dar un salto. Dicho y hecho. Una tarde, después de dos días de investigaciones fructífe­ras pero bastante aburridas, se fueron los demás al cine y nos dejaron solos en el hotel. Nos tomamos una botella de ron “Potrero” sentados en una cama y después, recostados en la misma, hicimos actos pre­vios bastantes para una vida de coitos. Pero cada vez que yo, con gran timidez quería llegar a mayores, ella me decía: “No, no”, y yo la obedecía. Después, se le­vantó y se fue a acostar en su cuarto, porque todo esto había pasado en el mío. Aquí quisiera contar que cuando se fue, esperé un rato y después la seguí a su cuarto y la encontré dormiría, pero la verdad es que me quedé un rato pensando qué hacer y antes de de­cidir nada, me dormí.
No vaya a pensarse que ella pasó horas retorcién­dose en la cama. Lo más probable es que se haya dormido inmediatamente. Y si las pasó, muy su cul­pa, porque antes me dijo tantos “noes” como para acabar con las ganas de otro más apasionado que yo. El caso es que al día siguiente ella estaba encantada. Fuimos a dar un paseíto por unas arboledas y ella me tomó de la mano y me dijo:
—¡Qué feliz soy! ¡Siento que nada me falta!
Al verme mirado con ojos de enamoramiento, me vino una solemnidad insoportable, que duró varios días. Ella acabó deciéndome, cuando íbamos cami­nando por la calle, ya en México:
—¡Pero no te sientas obligado a casarte conmigo!
Le agradecí mucho esta frase y no volví a sentirme obligado y volví a ser su confidente.
Este episodio terminó aquí teóricamente; pero en realidad, dejó un sedimento que había de causar más complicaciones. Quedaron frases corno “aquella no­che”, “si hubiéramos seguido hubiera pasado tal cosa”, y en momentos de mal humor: “Te faltó pasión.”
Esta era la situación cuando surgió el segundo viaje. Yo tenía que ir a Veracruz a un asunto y un día, sin darme bien cuenta de lo que hacía, la invité. Ella aceptó inmediatamente. Al cabo de unos días, la des­invité.
—¿Por qué? —me preguntó ella, bastante molesta.
—Porque si vamos a Veracruz, estoy seguro de que no voy a resistir la tentación y voy a intentar “lo peor”.
En realidad, lo que yo quería era vio gastar.
—No te preocupes —me dijo ella—. Si no quieres que pase nada, no pasará nada. Te lo prometo.
Al ver que no quedaba más remedio, compré los boletos, dos camas de pullman y allí vamos. Durmió cada cual en su cama y muy de mañana nos arreglamos y nos bajamos del tren en La Antigua, que era donde tenía yo el asunto.
Al ver el estuario, ella dijo:
—¡A qué lagares tan bellos me traes!
Yo la tomé de la cintura y fuimos caminando hasta una casa, en donde almorzamos; después fuimos a arreglar el asunto famoso y para eso hubo que cami­nar diez kilómetros y a ella se le ampollaron los pies. Por último, nos desnudamos, de espaldas uno al otro, nos pusimos los trajes de baño y nos metimos en el río. Cuando estábamos bañándonos, ella me abrazó y me dijo:
—¡Lástima de que yo sea una mujer que tiene que vivir sola!
Yo no le contestaba cuando decía frases crípticas. Después, salimos del río, y de espaldas uno al otro, otra vez, nos quitamos los trajes de baño y nos pusi­mos la ropa seca. Regresamos a La Antigua, comimos y en la tarde tomamos el tren a Veracruz. Allí fue donde ocurrió lo siguiente:
Me llevó al hotel en donde había pasado la luna de miel con su primer marido. Pedimos dos habitacio­nes. El dueño nos miró como quien ve visiones.
—¿Dos habitaciones?
Nos las dio, pero quedamos completamente despres­tigiados y bajo grave sospecha. A Julia le tocó la ha­bitación en donde había pasado su luna de miel, que había sido abominable, según ella.
A mí me tocó un cuarto bastante feo, en donde me bañé y me arreglé para ir a cenar. Después fui al cuarto de ella. Toqué a la puerta y la oí decirme que entrara. Entré y vi a Julia, desnuda, claramente visible a través del vidrio esmerilado de la puerta del baño.
Acabó de bañarse y se secó tranquilamente, sin darse cuenta de que yo estaba viéndola.
—Mira para otro lado, que voy a salir desnuda —me ordenó.
Y miré para otro lado y ella salió desnuda y se vistió a mis espaldas. Después, fuimos a cenar en La Parroquia. Ella estaba cansada y tenía los pies ampo­llados, así que decidió irse a la cama temprano.
—Me acostaré y después tú vendrás un rato y pla­ticaremos.
Regresamos al hotel y ella se acostó y yo fui a su cuarto y cuando me disponía a intentar “lo peor”, ella me corrió de la cama e insistió en leerme una obra de Rosario Castellanos. Me levanté furioso y me fui a la calle a buscar prostitutas.

Después de este episodio, me entró el fervor religioso. Iba a misa todos los días y comulgaba y le pedía a Dios Nuestro Señor y a la Santísima Virgen que me dieran una compañera que fuera al mismo tiempo decente y cachonda.
Fue mi mojigatería lo que precipitó el telón del primer acto de este drama de costumbres literarias. La cosa fue así: una tarde, estábamos en el café de Filosofía y Letras, platicando, cuando me di cuenta de que ella, o, mejor dicho, su alma, “no estaba allí”. ¿En dónde estaba? En una mesa que había al otro extremo del café, ocupada por uno de los filósofos jóvenes más brillantes de la última generación. Dicho joven tenía la boca abierta y estaba haciéndole ojitos a Julia. Julia, por su parte, estaba como si le hubie­ran metido una brasa por el culo: sonrosada, con los ojos chisporrotean tes y una risa idiota. Durante años sentí náusea cada vez que recordé esta escena. Ahora me da risa.
Años después, Julia me contó que esa noche le dije: “Esto no te lo perdonaré nunca.” No recuerdo haber­lo dicho, pero si lo dije, lo dije bien, porque nunca se lo perdoné.
Uno o dos días más tarde, me agarró la religión más fuerte que nunca y fui al Club Vanguardias y compré boleto para unos ejercicios de Encierro, de los que organizaba el Padre Pérez del Valle en una casa que tenían los jesuitas en Tlalpan.
Mientras tanto, pasada la traición, como si nada hubiera ocurrirlo, Julia y yo seguíamos yendo a clase, yendo al café, yendo a su casa, etc. Yo le dije que me iba a Ejercicios y ella no le dio importancia al asunto.
El caso es que un jueves, llegué a la escuela con mi maleta para irme a Tlalpan al salir de clase; dejé la maleta en la portería, entré en clase de Justino Fernández, que era la única que no tomaba con Julia, tomé la clase y esto es que al salir, me quedé parali­zado en la puerta del salón, al contemplar la siguiente escena: Julia estaba parada en una de las escaleras que van del patio a la planta principal, recargada en el barandal, mirando hacia abajo. En ese momento, el joven filósofo, que era lo que Julia estaba mirando, cruzó el patio, llegó hasta la escalera, subió dos o tres peldaños, le tomó la mano a Julia, le dijo algo, ella hizo un signo afirmativo; el joven le besó la mano y se alejó. Yo llegué un poco después, como si no hubiera visto nada. Julia estaba muy cariñosa y me acompañó hasta la esquina en que tomé un camión que me llevó hasta el Zócalo. Yo iba temblando, como con calentura. El viaje del Zócalo a Tlalpan fue una pesadilla, lo hice en un camión de segunda, que iba repleto. Estaba en plena locura, porque no sabía por qué me sentía tan mal y creía que lo que tenía era temor de no llegar a tiempo a los ejercicios. Por fin llegué a Tlalpan, pregunté el camino, caminé unas cuadras, llegué ante una puerta, llamé, me abrió una monja y entré en la casa de Ejercicios. En el mo­mento en que puse un pie dentro, se me quitó la angustia. Me senté en una banca a esperar. No había llegado nadie.
Era octubre y hacía frío. A eso de las ocho empe­zaron a llegar los que iban a hacer el “retiro”. Eran tres o cuatro jóvenes que no tenían ninguna caracte­rística definida, un señor de unos cuarenta años que tenía aspecto de gran pederasta y un nombre de pelo gris, ex jesuita. Llegó el Padre Pérez del Valle con dos de su achichincles, dio gritos afónicos y repartió las habitaciones. Después, llegó el Padre que iba a dar los Ejercicios y cenamos.
El Padre era un santo varón. Había pasado varios años en la Tarahumara, tenía el estómago hecho pedazos y no podía comer más que verduras cocidas, decía que Balzac era “froidista” y en nn momento de confianza entre él y yo, me dijo lo siguiente:
—Durante muchos años no podía yo resistir los Ejercicios, porque me enfermaba al tercero o cuarto día. Pero ya descubrí el secreto: cada vez que la dis­tribución dice “Meditación”, me duermo. Y mire, sal­go de ellos tan campante.
Por si alguien lo ignora, conviene advertir que San Ignacio fue el que inventó el Lavado Cerebral y le puso por nombre Ejercicios Espirituales. Al cabo de tres días de estar metido en aquella casa, rezando en la capilla, oyendo las pláticas, paseando en el jardín y meditando en mi habitación, fui a ver al Padre y le dije que tenía una relación complicadísima con una mujer divorciada.
—Dale gracias a Dios que te ha iluminado —me dijo el Padre—. Este es un fruto muy hermoso de los Ejercicios de San Ignacio de Loyola—. Le expliqué que no hacíamos el amor; él me dijo—: tanto va el cántaro al agua…
—No puedo dejarla ahora, Padre; ella me necesita.
—Hazlo paulatinamente entonces. Consulta con tu confesor, fija una fecha para dejarla, y déjala.
Yo prometí dejarla al cabo de un año, pero sucedió que al día siguiente, lo primero que hice al llegar a la escuela, fue decirle a Julia que el Padre me había ordenado que la dejara. Ella se puso como una víbora, porque nunca se imaginó que yo fuera a man­darla al diablo.
Los siguientes quince días fueron los más humillantes de mi vida. Julia los pasó del brazo del joven filó­sofo, yendo para arriba y para abajo, hasta que no hubo Cristo que no supiera que ya no andaba con­migo, sino con otro. Esto fue en época de exámenes; después vinieron las vacaciones y en diciembre Julia se casó con el filósofo.

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Me gustaría poder contar que fui muy valiente y que soporté imperturbable la gran aventura romántica de Julia. Nada de eso. En una ocasión le dije: “Pero, Julia, yo no quisiera que esto terminara así”; en otra, nomás por conservar las apariencias en clase de Pan­chito Monterde, le pregunté: “¿Y cómo está el niño?” Y en otra, que fue la más ridícula, me la encontré en la salida de la biblioteca y ella se rió y yo me reí y ella me dijo::
—¡Hemos sido tan buenos amigos…!:
La acompañé a dar una vuelta por Santa María la Ribera, a la hora del crepúsculo y ella me contó la historia de su gran amor, salpicada de frases como “él es muy apasionado…”, “está muy enamorado de mí…”, “no pasa día sin que me proponga matrimo­nio…” y terminó diciendo::
—¡Es tan raro ver un amor tan grande! ¡Es tan raro, pero es tan bello! ¿No te parece bello este amor que estoy viviendo?:
Han pasado trece años pero todavía me acuerdo que cuando ella dijo esta frase, yo estaba comiéndome un sandwich con aguacate, que me supo muy mal.
La siguiente vez que la vi, estaba ya casada, emba­razada y creo que tejiendo unos zapatitos. El marido se había ido de viaje, pero de todos modos ella estaba feliz, haciendo planes para el futuro.
—Viviremos en la Riviera —me dijo, los padres del filósofo estaban nadando en pesos.
Lo que más me avergüenza de este episodio es ha­ber sido tan magnánimo, porque fue entonces cuando debí golpearla hasta hacerla abortar. Pero nada, le di el medio kilo de chocolates que le llevaba y me fui muy triste, por las calles oscuras, y cuando me detuve para orinar frente a un árbol, casi lloré.

Pero me esperaban ratos de gran regocijo. La siguien­te vez que la vi tenía tres meses de embarazo y hacía dos que el marido no le escribía. Estábamos sentados en las escaleras de Filosofía y Letras. Era ya de noche.
—Me siento abandonada —me dijo.
La noche, la Escuela, los naranjos estériles que ha­bía en el patio, todo me pareció más bello, pero lo oculté.
—¡Cuánto lo siento! —le dije. Y volví a ser su confidente. Cuando el marido regresó del viaje ocurrieron co­sas todavía mejores; lo primero que ella le dijo fue lo que ya me había dicho a mí y lo que hubiera po­dido decirle al mundo entero, si el mundo la hubiera escuchado:
—No necesito de ti.
Y el marido, desconcertado, cogió sus maletas y se fue a vivir en un hotel.
Mientras tanto, ella alquiló una casa nueva y la decoró con ayuda de un servidor.
—Los libros de Papá, los quiero allí, y el sillón, acá —me decía ella.
Y yo ponía los libros allí y el sillón acá. No había mucho que acomodar, porque la sobriedad de Julia era casi sórdida.
Después, se reconcilió con el marido, pero no se fueron a vivir en la Riviera, sino que él vino a vivir en la casa que acabábamos de decorar. Ella lo man­tenía, porque él no había avisado a sus padres que se había casado y no le habían aumentado su mesada. Yo seguía siendo el brazo derecho de ella.
—Necesito algo que sólo un hombre fuerte puede hacer—me dijo un día. Y me mandó con un chamarra de gamuza blanca, a que se la tiñeran de azul.
En otra ocasión, me mandó a poner un telegrama que decía: “Reserven una habitación con cama matri­monial punto con vista al mar punto para dos perso­nas punto.”
En la escuela no se me separaba y como la panza le seguía creciendo, la gente empezó a sospechar que yo era el padre de la criatura. Volví a sentirme como San José.
—Mi marido no quiere presentarme a sus amigos —decía.
—No sé por qué dejaste que me casara con él —me dijo Julia una vez—. Le hubieras dado un puñetazo y se hubiera muerto del susto.
Pero a mí no se me ocurrió nunca arreglar la cosa a puñetazos. De cualquier manera, empecé a sentir que me habían despojado de algo que me pertenecía y escribí una obra que se llama La lucha con el ángel en la que a uno de los personajes lo despojan de algo que le pertenece.
Pero el parto vino a componerlo todo, o casi todo. Ella dio a luz un rollizo bebé y él no pudo seguir ignorándola y acabó presentándola a sus amigos y avisando a sus padres que no sólo estalla casado, sino que ya tenia descendencia. El resultado de este último acto no fue el esperado, porque no se fueron a vivir en la Riviera, sino que siguieron en la misma casa.
Las relaciones no eran muy buenas.
—Hago sopa Campbell’s todos los días y él es tan bruto que no se da cuenta —me dijo Julia.
Pero el día que fui a comer con ellos, nos sentarnos a la mesa y cuando Julia fue a traer la comida, el ma­rido me dijo:
—Nos va a dar sopa Campbell’s, pero no le diga que sabe lo que es.
Ella se quejaba bastante:
—Sale con sus amigos y se come un filete, que cues­ta un dineral.
O bien:
—Duerme hasta las doce del día y las moscas se le paran en la cara.
Mientras esto le pasaba a Julia, a mí me ocurrían cosas aún más extrañas. Una noche, en el café de In­surgentes, se las conté.
—Creo que me voy a ir de Padre —le dije.
Ella se puso lívida. Yo seguí:
—Ayer, durante la Comunión, vi en la Hostia Con­sagrada a Dios Nuestro Señor que me decía: “Sé Mío.” Ella estaba furiosa, porque su padre había sido librepensador y ella también lo era, pero no discutió, ni dijo que todo eso le pareciera una tontería.
Cuando salimos del café, estaba lloviendo y tuvimos que guarecernos, y, mientras nos guarecíamos, ella lloró y mientras más lloraba ella, más triunfante me sentía.
Pero pasó el tiempo y no me fui de cura, sino que me volví escritor y empecé a enamorarme de Julia. Sí, a enamorarme, es decir, a pensar todo el tiempo en acostarme con ella y no de vez en cuando. Nos veíamos todos los días y pasábamos muchas horas juntos. El marido nunca estaba en la casa. Una noche que ella estaba cocinando unos filetes, poco faltó para que hi­ciéramos el amor en la cocina::
—¿Nos habrá oído el niño? —preguntó ella.
Y yo me fui de la casa, con un nudo en la concien­cia y sin haber despachado el asunto. Ella me reclamó al día siguiente::
—Eres capaz de cualquier cosa. Me dejas entumida y te vas.
Yo me ofendía, pero el affaire había sido tan com­plicado que ya hasta me sentía impotente.
Como estaba casada con filósofo, Julia se volvió muy inteligente y mientras subían mis bonos sexuales, inte­lectualmente me hundí.
—Dicen los tratadistas… —dijo una vez. Y otra::
—Es que cuando digo “realismo”, estoy usando el término en un sentido mas amplio.
En unas reuniones de escritores, a las que asistíamos cada semana, Jorge Portilla, que en paz descanse, leyó un capítulo de la Fenomenología del relajo y luego me preguntaron qué opinaba.
—No entiendo bien —dije.
—Bueno, pero eso ya no es culpa mía —dijo Portilla.
—Pues sí es, porque no entiendo porque esta mal escrito.
En esto tenía yo mucha razón. La prueba es que Portilla leyó el mismo capítulo tres veces y todos creyeron que eran tres capítulos diferentes. Pero Julia no lo consideraba así.
—Te has puesto en evidencia —me decía—; ahora todos dicen que eres tonto.
—Que digan lo que quieran. A mí no me importa —decía yo.
—A mí tampoco me importaría, si no fueras mi amigo y no tuviera que defenderte.
Era una lata, porque no podía uno abrir la boca con tranquilidad entre tanta lumbrera.
En otra ocasión, en la misma reunión de escritores, se nos presentaron unos individuos que decían que iban a publicar una revista tan buena como el Vogue y querían colaboraciones. Todos estuvieron de acuer­do en colaborar. Todos, menos yo.
—¿Cuánto van a pagarnos? —les pregunté.
—Nada —me contestaron.
Yo dije que me parecía ridículo que estuvieran pen­sando en pagar tanto en papel, tanto en impresión, tanto en dístribución… Mi argumento quedó inte­rrumpido por Julia que me dijo en voz baja y entre dientes::
—Estás portándote como un cretino.
Los de la revista se fueron convencidos de que íba­mos a colaborar gratis. Pero no fue así: gracias a Julia, que quince días más tarde llegó y dijo:
—He sabido que el número 1 de la Revista X va a estar dedicado a Batista.
Who is Batista? —preguntó la señora Shedd.
A Latin-American despot —le explicó alguien.
Y ya nadie colaboró en la revista aquella. Pero yo volví a quedar mal, porque todos dijeron que yo no tenía ideales y que si nos hubieran pagado no hu­biera vacilado en colaborar en una publicación capaz de dedicarle un número a Batista.
Así andaban las cosas cuando vino el tercer viaje, que iba a ser el Waterloo de nuestros amores.
No importa quién dio las becas, ni cómo las con­seguimos; lo que importa es que cuando querían man­darme a Calcuta, Ill., y a ella a Nueva York, ella me dijo:
—Sin ti no voy a ninguna parte.
Y arreglamos, con muchos trabajos y dando mucho qué decir, que también me mandaran a Nueva York. Como yo tenía que irme dos meses antes, tuvimos una despedida bastante operática detrás de una puerta.
Llegué a Nueva York a mediados de agosto; había una temperatura de y8° F. Por las noches, en un cuar­to de hotel, me sentaba desnudo frente a una mesa y le escribía a Julia cartas románticas que empezaban: “Quisiera ser marinero…” Después, me levantaba de la silla y me sentaba frente a la ventana abierta a mi­rar a las tres muchachas que vivían en la casa de en­frente, que iban de un lado a otro sin más ropa que pantaletas transparentes; una vez, vi que una de ellas se rascaba el sexo mientras hablaba por teléfono. Jun­to a ellas y sin poder verlas, vivía un señor de pelo lamido, anteojos de concha y bigotes de morsa, que se pasaba las horas muertas observándome a mí. Aba­jo ele este hombre vivía un matrimonio del que, por las leyes de la óptica, no alcancé a ver más que de la cintura para abajo.
“Quisiera ver lo que tú ves”, me decía Julia en una de sus cartas, “oír lo que tú oyes, sentir lo que tú sientes…”
Me daba la gran vida, me levantaba muy temprano y me salía a la calle y entraba en donde me daba la gana y salía cuando me daba la gana. En septiembre llegó una carta de Julia con direcciones muy concre­tas. Pensaba vivir en la Casa Internacional de la Uni­versidad de Columbia, así que había que hacer re­servaciones. Pues fui a la Casa Internacional, reservé dos habitaciones, una para inmediatamente, la otra para la fecha en que se suponía que llegara Julia, pa­gué por adelantado varios meses de alquiler, y al poco rato llegué con mis maletas a instalarme. Me llevaron a una habitación del octavo piso que tenía vista al río. No me daba todavía cuenta de que había caído en una trampa. La Casa Internacional tiene dos sec­ciones perfectamente aisladas; en una viven los hom­bres y en la otra las mujeres. Así que si quiere uno hacer el amor, tiene que hacerlo con personas de su propio sexo, detrás de los buzones o en las escaleras de emergencia.
Este descubrimiento me desconcertó mucho, pero más me desconcertó la siguiente carta de Julia. “No quiero faltarle a mi marido…” decía.
Por fin llegó el día en que había de llegar Julia. Me puse el traje azul que acababa de comprar y fui al aeropuerto.
“Se va a rodar en la escalera al bajar del avión”, pensaba yo.
Alquilé unos catalejos para verla rodar por la esca­lera, pero el avión aterrizó en otro lado y no vi nada. Bajé a los salones de la Aduana y debajo de su inicial la vi. Estaba completamente. transformada. Muy bien vestida, con un traje gris que nunca le había visto, tenía el cutis estupendo y los ojos relampagueantes; estaba muy segura de sí misma. Cuando ella salía con su maleta, entré en la Aduana y nos dimos tal beso, que la gente se hizo a un lado para que pudiéramos besarnos mejor.
Fuimos a la Casa Internacional, ella se instaló, ce­namos juntos, fuimos a que ella comprara pasta de dientes, etc., y después, a dar un paseo por Riverside Drive. Entonces me hizo varias revelaciones:
—En México se dice que somos amantes.
—¡Qué infamia!
—Pero hay quien opina que tú eres homosexual.
No me hizo ninguna gracia. Después me contó tres o cuatro historias que no eran agradables. “Tu obra fue rechazada en tal parte y la mía aceptada”, “Don Julio Jiménez Rueda no te quiere nada…”, etcétera. Con la llegada de Julia se acabaron mi movilidad, mi libertad y mi tranquilidad. Ella tenía la costumbre de decir que se levantaba a las seis de la mañana y que escribía sus obras de siete a diez, el caso es que en Nueva York no escribió una letra y nunca la vi bajar antes de las diez de la mañana. Yo me pasaba una hora antes de cada comida sentado en un sofá del lobby. A tal grado, que un negro, que era amigo mío, se me acercó un día y me dijo:
—Lo hacen esperar mucho.
El dolor que me causó esta observación fue desproporcionado, porque la tomé en sentido metafórico. En los primeros días ocurrieron cosas que me hicieron concebir esperanzas, porque a estas fechas ya estaba yo, por fin, decidido a irme al infierno por hacer el amor con una mujer casada (dos veces). Pero de buenas a primeras, me dijo:
—Esto no puede seguir así.
Y desde entonces, cada vez que le ponía una mano encima, me la quitaba. Cuando vi que aquello no llevaba buen camino, me arrepentí de mis pecados, fui a San Patricio y me confesé con un padre que estaba en un confesionario que decía “Confesiones en Español”.
—He deseado a una mujer casada —dije.
—No es muy serio —me dijo el padre—. Tres Aves Marías.
Mientras tanto, ella, de tanto estar sentada en la cafetería de la Casa Internacional, fue creando a su alrededor un círculo, formado por un joto colombia­no, un decorador argentino, un imbécil chiapaneco, un ex seminarista, un vagabundo y un bailarín espa­ñol, un negro chileno, un economista irlandés y tres trabajadoras sociales de diferentes partes del Caribe. Era una huésped sumamente estricta; por ejemplo, re­chazó del círculo a un joven mexicano que había sido compañero mío de los Boy Scouts, a un colombiano economista que había tenido una larga conversación conmigo, a la novia de éste, que era una americana desabrida (“si ésa se para en una esquina”, dijo Julia, “le proponen matrimonio”), y a un escritor filipino que había hecho amistad conmigo. Por otra parte, cuando se le pegaba algún monstruo, venía corriendo conmigo.
—¡Quítamelo, que no hallo qué hacer con él —me decía.
Y había que hacerle la conversación al monstruo mientras Julia ponía su recato a salvo.
Su tienda favorita era Macy’s pero un día sacó sus ahorros y me dijo:
—Llévame a Greenwich Village, porque quiero comprar un suéter.
Y fuimos a Greenwich y después de ver varias tien­das entró en una que estaba en un sótano y salió con un paquete. Regresamos a la Casa Internacional, yo fui a la cafetería y ella fue a su cuarto y al rato apa­reció con el suéter famoso, que era color mandarina, tenía cuello de tortuga y le sentaba como una piedra.
—Te queda muy bien —le dije, con una sonrisa helada.
Se sentía incómoda.
Después llegaron otros miembros del “círculo” y le dijeron lo mismo, que le quedaba muy bien.
Al día siguiente, cuando bajó a desayunar, me dijo:
—Necesito que hagas algo que sólo un hombre fuerte puede hacer.
Había que ir a Greenwich a cambiar el suéter por otro. Ella no podía hacerlo porque le daba vergüenza.
—Pero tienes que ir tú, para probarte y para escoger el suéter nuevo —le dije, con mucha razón, como se verá después.
—El que tú escojas estará bien —dijo ella.
—¿Qué número usas?
—Cuarenta.
Me pareció muy raro, pero ella me enseñó el sué­ter rojo y efectivamente, tenía un número 40, así que fui a la tienda que estaba en el sótano, les expli­qué a las dueñas que mi esposa había comprado un suéter que a mí no me gustaba y ellas no tuvieron in­conveniente en que yo escogiera uno negro con el cuello en forma de V; me cercioré de que fuera del 40 y regresé a la Casa Internacional. Esa noche Julia apareció con el nuevo suéter. Le llegaba a las rodi­llas y le sobraban veinte centímetros de mangas.
—Te lo regalo —me dijo.
Pero no lo quise, porque era de mujer. Después se lo regaló a un amigo suyo a quien también le quedaba grande.

Julia era bastante sana, pero hipocondriaca, estaba segura de que iba a darle un síncope de un momen­to a otro. Yo también estaba seguro de eso. Esta segu­ridad produjo dos incidentes lamentables. El primero ocurrió una noche, en que quedamos de vernos a las ocho en el lobby. Entre ocho y nueve y media, llamé catorce veces a su habitación y cuando ya la hacía muerta y cubierta de moscas, apareció muy campante. Había estado en el cuarto de una de las trabajadoras sociales.
—Vamos a algún lado a bailar —me dijo.
Yo tenía la boca amarga.
—No quiero bailar.
—¡Ay, qué chípíl estás! —me dijo y tuvimos un gran pleito.
El otro incidente empezó en la peluquería. Yo íba a una peluquería en donde había dos peluqueros vie­jos, uno italiano y el otro austriaco; ambos habían estado en el Caporetto y se odiaban. Por fin, el ita­liano, que era el dueño, pudo más y despidió al aus­triaco, que fue sustituido por un siciliano recién des­embarcado. Pues esto es que llego a la peluquería, me pela el siciliano, que en su vida había cogido unas tijeras y me deja como Lawrence Olivier en Hamlet.
—¿No quiere que lo empareje? —me preguntó el italiano viejo, que veía perdido un cliente.
—Así déjelo —le dije y regresé desconsolado a la Casa Internacional.
Era hora de almorzar. Llamé a Julia a su cuarto y no contestó, la busqué en el cuarto de juegos y no estaba, la busqué en el de música y no estaba, la busqué en los teléfonos y no estaba. Esperé media hora y volví a llamar y no me contestó. Esperé otra media hora; misma operación. mismo resultado. De­sesperado, bajé a la cafetería, ¿y qué es lo primero que veo? Nada menos que a Julia, sentada en tina mesa con el joto colombiano, que en esos momentos estaba de­clarándole su amor.
“Yo a este, lo mato”, dije para mis adentros. Afortunadamente no cumplí esta amenaza, porque hubiera sido bastante ridículo. En vez de eso, me acerqué con toda solemnidad a la mesa.
—Julia, necesito hablar contigo muy seriamente —le dije.
Ella me miraba con la boca abierta. No me reconocía con mi nuevo peinado. El colombiano se levantó discretamente y se fue. Julia y yo salimos al vestíbulo. Yo iba diciéndole:
—Tengo una hora buscándote… Llamé a tu cuar­to… Creía que habías tenido un síncope… —y ter­miné con un fervorín—: Piensa que si me preocupo por ti, si te busco, si te llamo, es porque te quiero.
En vez de contestar algo sensato, algo adecuado a esta declaración de principios, ella me preguntó:
—¿Qué te pasó en la cabeza?
Me sentí completamente imbécil:
—Fui a la peluquería —contesté.
Ella soltó una carcajada que todavía me retumba en las entrañas.
Esa misma tarde fui otra vez a San Patricio, me equivoqué de padre, me confesé con uno americano y le dije:
—He deseado a una mujer casada.
Me regañó como si nunca hubiera sabido de un hombre que deseara a una mujer casada.
—No puedo darle la absolución si no me prome­te… —no recuerdo qué fue lo que tuve que prome­terle para salir de allí absuelto.
Pero mis relaciones con Julia iban de mal en peor. Cada vez que me veía con la cabeza trasquilada, se reía de mí. La descompostura duró un mes.

Un día, no sé por qué causa, decidirnos comer bien. Yo me detuve frente a un restaurante ruso y me puse a leer el menú que estaba en la puerta.
—“Boeuf Strogonoff…”
—¿Pero, estás loco? ¿Cómo vas a entrar en un lugar en donde no sabes ni lo que vas a pedir? —me dijo Julia, de muy mal humor.
Fuimos a Lobster House y cuando me disponía a entrar, Julia me dijo:
—Mejor vamos allí.
Y fuimos a un restaurante de gente pobre que decía “Good eats”.
Cuando yo estaba dándole la segunda cucharada a una sopita de pollo, Julia me dijo, con toda seriedad:
—Tú tienes facilidad para escribir, pero no tienes vocación. Yo sí tengo vocación.
Se refería a nuestra profesión de escritores. Luego me dijo:
—Tú eres un buen hombre. Lo que se llama “un buen hombre”.
Se refería a mi situación moral.
Compró un sombrero y los domingos íbamos a misa juntos. Decía que quería convertirse. Era un engorro, porque las misas americanas son muy malas. Piden limosna todo el tiempo y lo regañan a uno si da me­nos de veinticinco centavos.

Julia empezó a darme a leer las obras de Ed Hole, que era un americano que ella había conocido en Mé­xico antes de salir. También me leyó una carta de su marido, en la que decía ”Las labios de Fulana (una de las grandes putas aficionadas que abundan en nuestros círculos intelectuales) me rozaron furtiva­mente…” Julia casi lloraba:
—¿Por qué me dice esto? —decía, como si ella nunca hubiera contado una mentira. El caso es que la situación empezó a ser muy cargante. Hasta que explotó en una función de la Comédie Française.
Fuimos a ver Le Bourgeois Gentilhomme y cuando estábamos entrando en el teatro me dijo:
—Participé en tal concurso, porque sabía que no había ningún concursante de peligro.
Me quedé helado, porque yo había sido uno de los concursantes inofensivos. Julia había ganado el pre­mio con una obra muy mala, en consideración a sus méritos y a su sexo. No dije nada, pero me puse de un humor de todos los diablos.
Cuando ya estábamos sentados, leyendo los progra­mas, ella me dio la oportunidad de darle un palo. Me dijo:
—Hoy tuve un desvanecimiento, ayer, un vértigo, antier, jaqueca, mañana me toca cólico. Debo tener la presión baja.
—¿Y a mí, qué? —le dije.
Me miró horrorizada por mi indiferencia ante el dolor humano. No volvimos a hablar en el teatro. A la salida, compré un periódico para protegerme durante el viaje a la Casa Internacional. Tomamos el subway y yo me senté y me puse a leer y ella se sentó y se quedó callada. Debo confesar que empe­zaba a tener miedo, porque Julia, igual que las he­roínas de sus obras, era capaz de odiar en silencio durante días enteros; yo, en cambio, soy capaz de pedir perdón de lo que sea y cuanto antes. Pues iba yo le­yendo, digo, y pensando que iba a tener que pedirle perdón, cuando decidí echarle una miradita con el rabo del ojo para ver qué cara tenía. Me quedé es­tupefacto. Estaba igual que cuando conquistó a su marido en el café de la Escuela de Filosofía y Letras: sonrosada, relampagueante, sonriente. Con mucho cui­dado, bajé un poco el periódico y miré al asiento de enfrente, para ver a quién estaba mirando Julia. Me quedé más estupefacto todavía. ¡En el asiento de en­frente no había nadie! Julia estaba mirándose a sí misma en el cristal de la ventanilla.
Al llegar a la calle 12o, Julia se levantó de su asiento sin decir nada y fue hasta la puerta. La seguí doblan­do el periódico y nos apeamos en la 126. Bajamos las escaleras de la estación y echamos a andar hacia la Casa Internacional, en silencio y sin tomarnos del brazo. Yo iba pensando cómo terminar el episodio de nuestro pleito silencioso, cuando, al doblar una es­quina oímos, casi al unísono, un golpe sordo y un grito de mujer. Julia y yo nos tomamos del brazo, de tan asustados que estábamos. A una cuadra de dis­tancia y precisamente en la mitad de nuestro camino hacia la Casa Internacional había un grupo compuesto por un hombre que estaba envolviéndose una mano en un pañuelo, otro que estaba en jarras y una mu­jer que estaba recargada en el quicio de una puerta. Ellos eran negros, y ella, blanca. Al vernos venir, sus­pendieron la violenta discusión que tenían. Yo no me atreví a poner a Julia del lado de la calle y a pasar entre el grupo y ella, porque hubiera sido un acto demasiado violento, aparte de inútil y preferí seguir de frente y pasar de largo. Pues pasamos junto a ellos y seguimos adelante y a los veinte pasos que dimos, volvió a empezar la discusión. Yo estaba decidido a seguir de frente, porque no tenía intenciones de po­nerme a golpes con dos negros para defender, no una, sino dos mujeres; pero nada, Julia, que como suele pasarles a las de su sexo, se sintió muy valiente, se detuvo y se volvió hacia donde estaba el grupo. A mí no me quedó más remedio que hacer lo mismo. Fue una medida muy afortunada, porque la discusión volvió a suspenderse y al no movernos nosotros, la mujer se atrevió a salir del quicio de la puerta y a echar a andar hacia donde estábamos. Los negros la insultaron y nos insultaron, pero no se atrevieron a moverse. A unos cuantos pasos de nosotros, la mujer entró en una casa y cerró la puerta; nosotros segui­mos nuestro camino hacia la Casa Internacional y los negros siguieron insultándonos. Al llegar al vestíbulo de la Casa Internacional, Julia sacó de su bolso las dos muñequitas japonesas que yo había comprado y que le había dado a guardar y me dijo:
—No me hables mañana. Espero no verte en todo el día. Creo que tanto a ti como a mí nos hacen buena falta unas vacaciones.
Yo respondí con una frase que usé frecuentemente en mi relación con Julia:
—Te aseguro, Julia, que lo siento muchísimo.
Y se fue cada uno por su lado. Ella al departamento de mujeres y yo al de hombres.
Esa noche mi sueño fue amargo, pero profundo, y al día siguiente hice un plan para pasarlo sin Julia. Recordé que ella no tenía dinero y decidí, con gran magnanimidad, dejarle cinco dólares en su buzón. Estaba peinándome cuando tocó el timbre que anun­ciaba que me llamaban por teléfono. Corrí a la cabina. Era Julia.
—Quiero pedirte perdón, porque he sido muy in­justa.
Le dije que no había de qué pedir perdón; me sen­tía feliz. Cambié mis planes y pasamos el día juntos. Al cabo de un rato comprendí que a pesar de lo que me había dicho por teléfono, no se sentía injusta, sino víctima de un neurasténico.
—No quiero que hablemos más del asunto —me dijo, cuando quise hablar del pleito que habíamos tenido.
Al día siguiente arreglé que la organización que me había dado la beca me mandara a Calcutta, Ill.
—¿Y vas a dejarme aquí sola? —me preguntó Julia cuando supo esta decisión.
Me sentí muy culpable y los días que precedieron a mi partida fueron muy tiernos.
—Sabes por qué me voy, ¿no? —le pregunté la vís­pera de irme.
—Porque eres hombre y te gusta conocer cosas.
—Eso es —le dije. Pero yo mismo no sabía bien por qué me iba.
No me daba cuenta de que éste era, en realidad, The end of the affaire. Habíamos hecho todo, menos el amor, y todo había salido mal, y si hubiéramos hecho el amor, también hubiera salido mal. Había llegado el momento de liar el petate.
Y me fui. Pero todo fue salir de Nueva York para no pensar más que en Julia. En cada estación le man­daba una tarjeta diciéndole que la extrañaba. En Calcutta encontré tres cartas muy cariñosas.
Así seguimos, escribiéndonos muy seguido, hasta que un viernes, recogí una carta suya en el Correo y la llevé sin abrir a la cafetería donde acostumbraba cenar. Pedí una chuleta, de ternera. Quería celebrar la carta de Julia con un pecado mortal, porque era día de vigilia. ¡Cuál no seria mi sorpresa, cuando abrí la carta y leí, entre otras cosas: “No pienso seguirte en tu próxima aventura espiritual… estoy harta… no quiero saber más de ti… eres un advenedizo… tus cuentos son muy malos… tus clases son pési­mas…”!
Le escribí una carta que era un verdadero tango: “…yo, que fui tan sincero… nunca te di motivo… no me explico tu actitud…”
Fui a la iglesia y me confesé:
—Acúsome Padre de que comí carne en día de vi­gilia.
Los siguientes tres días fueron un monólogo constante, ya estuviera yo caminando por los bosques o recostado en mi cama. Empecé diciendo “No entiendo, Julia, qué quieres decir con eso de advenedizo”; y acabé diciendo: “¿Advenedizo yo? Advenediza tu chingada madre.” Pasada esta fase, salí a la calle, com­pré un suéter y varias camisas y me olvidé de Julia y de la religión. No he vuelto a verla, ni a confe­sarme.

Mis embargos

El accidente en el que Jorge Ibargüengoitia murió
Jorge Ibargüengoitia, escritor mexicano.

 En 1956 escribí una comedia que, según yo, iba a abrirme las puertas de la fama, recibí una pequeña herencia y comencé a hacer mi casa. Creía yo que la fortuna iba a sonreírme. Estaba muy equivocado; la comedia no llegó a. ser estrenada, las puertas de la fama, no sólo no se abrieron, sino que dejé de ser un joven escritor que promete y me convertí en un desconocido; me quedé cesante, el dinero de la herencia se fue en pitos y flautas y cuando me cambié a mi casa propia, en abril de 1957, debía sesenta mil pesos y tuve que pedir prestado para pagar el camión de la mudanza. En ese año mis ingresos totales fueron los 300 pesos que gané por hacer un levantamiento topográfico.
Vinieron años muy duros. Cuando no me alcanzaba el dinero para comprar mantequilla, pensaba: “Con treinta mil pesos, salgo de apuros.” Adquirí malos hábitos: andaba de alpargatas todo el tiempo y así entraba en los bancos a pedir prestado. Todas las puertas se me cerraban. Encontraba en la calle a amigos que no había visto en diez años y antes de saludarles, les decía:
—Oye, préstame diez pesos.
Los domingos, invitaba a una docena de personas a comer en mi casa y les decía a todos:
—Traigan un platillo.
Con las sobras comíamos el resto de la semana.
Mi frustración llegó a tal grado que una vez que se metió un mosco en mi cuarto, tomé la bomba de flit y la manija se zafó y me quedé con ella en la mano.
“Es que el destino está contra mí”, pensé, en el colmo de la desesperación.
Pero no hay mal que dure cien años. En 1960 gané un concurso literario patrocinado por el Lic. Uruchurtu. Salí en los periódicos retratado, dándole la mano al presidente López Mateos y recibiendo de éste un cheque de veinticinco mil pesos. Mis acreedores se presentaron en mi casa al día siguiente.
El dinero lo repartí entre una señora cuya madre acababa de ser operada de un tumor, dos señores que ya me habían retirado el saludo, el tendero de la esquina de mi casa, que estaba a punto de quebrar, un viaje a Acapulco que hice para celebrar mi triunfo, unos zapatos que compré y mil pesos que guardé entre las páginas de un libro, “para ir viviendo”. La deuda más importante, que era la de doña Amalia de Cándamo y Begonia, quedó sin liquidar.
Doña Amalia tuvo la culpa de que yo no le pagara, por no presentarse a tiempo a cobrar. O, mejor dicho, no se presentó a cobrar, porque no le convenía que yo le pagara; porque no andaba tras de su dinero, sino de mi casa. La historia de doña Amalia es bastante sórdida. Yo había hipotecado mi casa en Crédito Hipotecario, S. A. y como estaba en la miseria, dejé de pagar las mensualidades. Al cabo de un año, estos señores (los de Crédito Hipotecario) se impacientaron, me echaron a los abogados, me embargaron y exigieron que les devolviera su dinero, que eran cincuenta mil pesos, más réditos, más costos de juicio, etc. Para pagar esto, yo necesitaba hacer otra hipoteca mayor. Pero no es fácil hacer una hipoteca con una compañía seria cuando el único antecedente es un embargo. Consulté con entendidos. En aquellos casos, me dijeron, se necesitaba conseguir una hipoteca particular. Fui a ver a un coyote que se hacía pasar por “agente de bienes raíces”, tenía una secretaria bastante guapa y eficiente, un hijo ingeniero y varios aspirantes a la clase media sentados en la sala de espera. El señor Garibay, que así se llamaba, era viejo, sordo, calvo y casi retrasado mental. Nunca supo si yo quería invertir sesenta mil pesos o si quería pedirlos prestados. Tuvimos varias entrevistas desalentadoras.
Cuando ya había yo perdido toda esperanza, se presentó en mi casa doña Amalia de Cándamo y Begonia. Venía acompañada del doctor Rocafuerte, que no sería su marido, pero sí era su consejero. Venían de parte de Garibay a ver la casa, porque tenían interés en “facilitarme” el dinero que yo necesitaba.
La casa les encantó. Y yo, más. En mi rostro se notaban la imbecilidad en materia económica que es propia de los artistas y la solvencia moral propia de la “gente decente”.
—¡Ah, cuadros existencialistas! —dijo el doctor Rocafuerte cuando vio los abstractos que yo tenía en mi cuarto. Era un viejo bóveda, de ojeras negras y pelo blanco, de voz cavernosa y modales draculenses. Alto y reseco.
Doña Amalia, que llevaba un sombrerito bastante ridículo, se sentó en un equipal. A pesar de sus cincuenta y tantos, tenía buena pierna. En general, puede decirse que hubiera estado buena, si no hubiera sido por la pinta de autoviuda que tenía. Muy peripuesta, con su sombrerito, su velito, que le tapaba las narices (y probablemente las verrugas), su traje sastre café, muy arreglado, sus guantes beige, con las manos cruzadas sobre las piernazas. Como diciendo: “Yo no quiebro un plato, pero sé defenderme.”
—¿Qué le parece si en vez de sesenta mil le prestamos setenta? —me preguntó Rocafuerte, cuando ya se iban.
—Vengan de allí —contesté.
—Qué bueno que quiera usted todo el dinero —dijo doña Amalia—. Es lo que me dejó mi marido y no sabría qué hacer con el resto.
Se fueron en un coche negro, tan fúnebre como Rocafuerte.
Si me hubiera extrañado que alguien se interesara en prestarle dinero a quien evidentemente era un paria de la sociedad, en el despacho del notario Ángulo hubiera encontrado la explicación del misterio. Yo era un paria, pero un paria con casa propia. Doña Amalia me prestó el dinero, no porque creyera que yo podía pagarle, sino precisamente porque sabía que no iba a poder pagarle. Es decir, metió setenta mil pesos, para sacar, no los réditos, sino la casa.
En la notaría de Ángulo, entre éste, Garibay y doña Amalia, me dieron un golpe del que todavía no me recupero. Habíamos hablado de intereses a razón del 1.5% mensual, y así decía la escritura, nomás que pagaderos en mensualidades adelantadas. Si pasaba el día 15 y yo no liquidaba, los intereses subían al 2.5%. Si pasaban dos meses sin que yo pagara, doña Amalia tenía derecho de embargarme y yo tenía que pagar las costas y dos mensualidades de castigo. La hipoteca vencía en dos años; si pagaba yo antes, dos meses de castigo. Si pagaba yo después, dos meses de castigo. Si no me gustaba la escritura, dos meses de castigo, liquidación de honorarios a Ángulo, por el trabajo que se tomó en redactar mi sentencia de muerte, y liquidación a Garibay, que se llevaba una comisión del 3 % por conseguir quién me trasquilara. La escritura no me gustó, como es natural, pero como no tenía los siete mil pesos que me hubiera costado decirlo, no dije nada y firmé y cada quien tomó su parte y yo me fui a casa, con los tres mil pesos que me sobraron, a tratar de olvidar la pata que había metido.
Los dos primeros meses no hubo problemas, pero llegó el día primero del tercero y el quince y el último y el día primero del cuarto y el quince y yo no tenía dinero para pagar la mensualidad.
En aquel entonces, yo andaba tratando de cobrar un dinero que me debía el Instituto de Bellas Artes. Como me hicieron subir al tercer piso y bajar al primero y esperar en el segundo, y buscar la firma de un señor que se había ido de vacaciones y el visto bueno de otro que tenía peritonitis, no tuve el dinero sino hasta el día veinte, un Miércoles Santo, a las dos y media de la tarde. Inmediatamente fui a casa de doña Amalia, que vivía en la que le había dejado su marido en las Lomas de Chapultepec.
Cuando llegué, doña Amalia, sus dos hijas y el doctor Rocafuerte se disponían a emprender un viaje de vacaciones a Tequesquitengo. Las muchachas le decían al doctor “tío”.
—Pues imagínese, señor Ibargüengoitia —me dijo doña Amalia—, que ya el abogado tiene los papeles y órdenes de embargarlo.
—¿Pero cómo es posible, señora? Si apenas estamos a día veinte y aquí está el dinero.
Le enseñé el dinero. Eran tan avaros, que nomás de verlo suspendieron el viaje a Tequesquitengo. Bajaron a las niñas del coche y fuimos a buscar el abogado para que detuviera el embargo.
—Esta operación ya no nos conviene —dijo el doctor Rocafuerte—. ¿No podría usted liquidarnos, señor Ibargüengoitia?
—De ninguna manera, doctor —le dije. Me explicaron que habían aumentado los impuestos sobre préstamos hipotecarios y que les estaba saliendo más caro el caldo que los frijoles.
—Si no fuera por eso —dijo doña Amalia—, no hubiéramos pensado en embargarlo tan pronto. Después platicamos de problemas morales. —Los hombres —dijo doña Amalia—, cuando están jóvenes, abandonan a sus mujeres y se van con otras. Después, cuando ya están viejos y enfermos de diabetes, de cáncer en la próstata o de sífilis, regresan a buscar compañía. ¡No hay derecho!
Yo pensé: “Así ha de haber sido el difunto Cándamo.” Aunque pensándolo bien, de Cándamo no sé ni si es difunto.
—Trata de ser comprensiva, Amalia —dijo el doctor Rocafuerte, que iba manejando. Dijo varias cosas en este tono y remató con—: El nexo del matrimonio es indisoluble. Esa noche no pudimos encontrar al licenciado Reguero, que se había ido a hacer los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, de los que salió muy purificado el lunes siguiente. De nada me sirvió. Ese lunes yo pagué dos meses de intereses a razón del 2.5% y novecientos pesos de honorarios al purificado, por redactar una demanda de embargo que no llegó a ser presentada.
Quedé muy tranquilo, sintiéndome “al día”. Pero me duró poco el gusto, porque los meses pasaron y la cuenta creció. Un día, hojeando el periódico, me encontré con la noticia de una cena organizada por doña Amalia, a la que había asistido nada menos que “el marqués de Rocafuerte”.
—Marqués de la Chifosca Mosca —dije y cerré el periódico.
Al día siguiente, como maldición, me los encontré en la Librería Británica. Andaban comprando libros de pintura para hacer un regalo.
—Señor Ibargüengoitia —me dijo Rocafuerte—, hace mucho que no sabemos de usted.
Doña Amalia, que como de costumbre llevaba sombrerito, me miró como diciéndome: “¡Está usted dejándome en la calle, sinvergüenza!”
Me sentí un canalla. ¡Arrebatarles el pan de la boca a doña Amalia y a sus dos hijas de puta! ¡Se necesitaba tupé! Pues siguieron pasando los meses y vino el licenciado Reguero con un actuario a mi casa y me embargaron.
—No se apure —me dijo Reguero—. Doña Amalia es muy brava, pero yo trataré de defender sus intereses… quiero decir, los de usted.
Dijo esto, porque él sería el abogado de doña Amalia, pero después de todo, el que iba a pagar sus honorarios era yo.
—Procuraré retardar el juicio. Tiene usted tres meses para pagar.
Poco después de esto ocurrió lo del cheque que me entregó López Mateos, que como ya dije, de nada les sirvió a ellos, porque no vieron un centavo.
La mente de aquellos prestamistas era bastante extraña. Nunca creyeron que yo fuera a pagarles y sin embargo, cuando no les pagaba, se ofendían. Que yo saliera en el periódico de la mano de López Mateos y con veinticinco mil pesos y que no fuera para echarles un telefonazo, les daba mucho coraje.
Quiso mi mala suerte que en el viaje que hice a Acapulco para celebrar mi triunfo, me los encontrara; nada menos que en el bar del Hotel Presidente.
—Señor Ibargüengoitia, ya no tengo ni qué comer —me dijo doña Amalia.
—Pues yo tampoco —le contesté y pedí un Planter’s Punch.
Mientras el juicio de embargo seguía su curso, empecé a buscar dinero para liquidar antes de que mi casa saliera a remate.
Fui a ver al señor Bloom, el conocido agiotista. Me dijo primero que no tenía dinero, después, que la cosa estaba
muy difícil por el embargo y por último, que algo se podría hacer si estaba yo dispuesto a pagar el 3% mensual. Cuando le dije que sí lo estaba, me dijo, mirándome paternalmente: —No se preocupe. Salvaremos la casa.
Fui a Guanajuato a entrevistarme con otro grandísimo ladrón, muy respetado en esa ciudad.
—Tú pones la casa a mi nombre y yo te consigo el dinero al 2.5% —me dijo, convencido de que me hacía un gran favor.
El dinero, huelga decir, era suyo, pero prefirió hacer un teatrito y hasta me presentó a un señor que según él era quien iba a financiar la operación. Este señor era tan imbécil que no pudo aprenderse su papel que consistía en decir “sí” y se fue sin decir nada.
—Éste es un bandido —me dijo el grandísimo ladrón, cuando salió su palero—, ten mucho cuidado con él.
Yo decía que sí a todo, con tal de salir del lío.
Cuando regresé a México, me encontré con que doña Amalia y Rocafuerte habían ido a visitar a mi madre.
—¿Ya vio que su hijo salió en los periódicos? —le preguntaron y le entregaron un ejemplar de El Universal que decía: “Al margen, un sello que dice ‘Estados Unidos Mexicanos. . ., etc.”
Era la notificación del remate.
—Nosotros hemos hecho todo lo que estuvo de nuestra parte —le dijo doña Amalia a mi madre—, pero su hijo no paga. Compréndame usted: yo tengo que mantener a mis hijas.
También fueron a ver a mi primo Carlos, que es la gran cosa en el Banco Nacional de México.
—¿Qué el Banco no podrá hacer nada por este muchacho? —le dijo Rocafuerte a Carlos—. A usted no le conviene que el nombre de la familia ande revolcándose en los tribunales.
—¿Para qué le prestaron dinero, si sabían que era un bohemio? —les contestó Carlos—. Él nunca ha dicho que no es bohemio.
El Banco, huelga decirlo, no podía hacer nada. A mi casa empezaron a llegar ancianos, de los que se dedican a desvalijar ahorcados.
—¿Esta es la casa que va a salir a remate? —preguntaban.
—Sí, pero no está en venta —les contestaba yo y cerraba la puerta.
Mientras el señor Bloom y el agiotista guanajuatense aparecían con el dinero; fui a ver a un amigo de la familia que tiene una agencia de bienes raíces y está podrido en pesos. —Te vendo mi casa en ciento cincuenta mil —le dije. —¡Válgame Dios! Pues, ¿para qué te dedicaste a escritor? ¡Ahora van a quedarse en la calle! —me contestó, pero ni me compró la casa, ni me prestó el dinero.
Recibí carta de Guanajuato que me decía que la operación era tan arriesgada que sólo se podría hacer si yo estaba dispuesto a pagar el 3.5% en vez de 2.5, como habíamos quedado. Yo estaba dispuesto a todo, porque de cualquier manera no pensaba pagar los intereses. Mi plan era: conseguir el dinero, escapar al remate y esperar un milagro.
También traté de transar con doña Amalia y el marqués. —Quédense con la casa, déjenme vivir en ella tres años y estamos a mano.
—Usted está soñando —me dijo el marqués y habló sobre las ilusiones que la gente se hace sobre el precio de sus propiedades.
Después me explicaron el asunto. Yo debía veintinueve mil pesos de réditos, intereses moratorios, gastos y costas; más los setenta mil que me habían dado antes, eran noventa y nueve mil pesos. La casa iba a salir a remate en noventa y nueve mil y un pesos. Como no iba a haber pujadores (me explicaron que en estos casos nunca hay pujadores), la casa se iba a rematar en noventa y nueve mil y un pesos, a ellos. Se iban a quedar con la casa, me iban a entregar un peso y asunto concluido.
Ya hasta me daba risa. Veía todo perdido. Compré un libro sobre almirantes ingleses y pasaba muchas horas encerrado en mi cuarto, leyéndolo y esperando a que viniera la autoridad a sacarme. Cuando venían visitantes, les contaba que el sábado iban a rematar mi casa.
Pero no la remataron, porque el milagro que yo esperaba, ocurrió: alguien, en quien yo ni había pensado, me prestó cien mil pesos a diez años y con intereses del 10% anual. Mi madre insiste en que fue un milagro de San Martín de Porres.
Pero milagro o no, el caso es que el viernes anterior al remate, llamé a doña Amalia y le dije que ya le tenía el dinero.
El remate se suspendió. Cuando cancelamos la hipoteca, doña Amalia me dijo:
—¡Qué suerte la de usted, en haber caído con personas decentes, porque andan muchos por allí que son verdaderos lobos!
Y el notario, antes de leer la escritura de cancelación, me dijo:
—A usted hay que darle un tirón de orejas, por descuidado. ¡Si no fuera por lo paciente que ha sido doña Amalia, le hubiera ido requetemal!
Y cuando ya estaba todo firmado y ellos habían recibido su dinero, el doctor Rocafuerte y marqués de lo mismo, me dijo, con gran solemnidad:
—Queremos decirle, señor Ibargüengoitia, que nos da mucho gusto que haya usted salvado su casa. Ha sido para nosotros un verdadero placer tratar con una persona tan honrada y cumplida como usted.
Nos despedimos casi de beso, pero cuando los vi de espalda, les menté la madre.

Reunidos

fontanarrosa
Roberto Fontanarrosa

Sentado sobre uno de los fríos bancos de mármol, mirando sin ver la tumba indicada, Froilán oyó la voz del muchacho.

-Viejo.

No había sido un llamado, sino más bien una pregunta.

-Viejo. -se le acercó, ya más seguro, el joven-. ¿Qué haces acá?

-Hola, Pablito -se alegró moderadamente Froilán, sin levantarse-. ¿Qué hago? Qué sé yo qué hago.
El muchacho se sentó junto a él, las manos en los bolsillos del sobretodo algo raído, oscuro y con las solapas levantadas.

-No es el mejor lugar para quedarse mucho tiempo -dijo el pibe-. Con este frío -le salía vapor por la boca cada vez que hablaba.

Froilán sonrió, forzado.

-No te vayas a creer. Hay tipos que se pasan mucho tiempo acá -dijo-. ¿Y vos qué hacés en un cementerio? Tampoco me parece el mejor lugar para un adolescente.

-Me dijo que viniera. Que te iba a encontrar.

-Ah, claro. -Froilán meneó la cabeza, siempre mirando hacia el frente, fastidiado-. Que me ibas a encontrar. ¿Y te dijo qué teníamos que hacer?

El pibe negó con la cabeza.

-No. Ni mierda -contestó.

-Claro., claro. ¡Qué fácil la hacen! ¡Qué fácil la hacen! -Froilán lanzó un escupitajo mínimo, sobre la grava del camino. -Siempre lo mismo. Qué fácil la hacen estos hijos de puta.

-¿Por qué?

-Porque yo los conozco. Y lo conozco, especialmente, a este tipo. Ya trabajé para él en otra historia, sé cómo labura. Es siempre lo mismo, el mismo rebusque. Te deja en banda.

-¿Trabajaste en otra?

-En la anterior.

-¿Y hacías este mismo personaje?

-Con otro nombre, pero casi el mismo. Vos viste que hay tipos que les va bien con una cosa y luego repiten el mecanismo, el sistema, todo, la estructura.

-Borges decía que siempre se escribe el mismo libro.

-¿Borges dijo eso?

-Creo.

-¿Y entonces por qué no escriben uno solo y se dejan de hinchar las pelotas? Que escriban uno solo.
-El negocio, Viejo. El negocio. Para ganar más guita.

-Atate los cordones.

El pibe se miró las zapatillas de básquet. Tenía los cordones desatados, pero metidos dentro de los bordes del calzado, rodeando los tobillos.

-Se usan así -se había parado de nuevo, siempre las manos en los bolsillos. Era alto, más alto que Froilán-. Te cagás de frío ahí sentado.

-Te dejan en banda, te largan solo -insistió Froilán-. Así cualquiera.

-No entiendo. -El pibe caminaba unos pasos para desentumecerse, sin alejarse demasiado, aplastando minuciosamente con la punta de sus zapatillas las hojas secas del otoño-. .Como que te largan solo.

-Te ponen en una situación como esta -explicó Froilán-. Mirá qué joda. Te ponen en una situación como esta. Un padre se encuentra con su hijo, después de varios años de no verlo, luego de la separación con la madre, en un cementerio, los dos reunidos frente a la tumba de una mujer que no se sabe quién es.

-¿Cómo? -lo miró el muchacho-. ¿Vos no sabés de quién es la tumba que estás visitando?
-¡No! No sé. No tengo la más mínima idea. Sé que es de una mujer que ha tenido un papel importante en mi vida, pero eso es todo.

-¿Y entonces?

-Entonces, este tipo, te pone en esta situación. ¡Nos pone en esta situación, a vos y a mí! Este tipo piensa: un padre se encuentra con su hijo, a quien no ve desde hace tiempo, frente a la tumba de una mujer misteriosa que ha tenido mucho que ver con la historia personal de él, del padre, o del hijo, o de ambos. Perfecto. ¡Y algo va a salir de allí! ¡Algo va a salir! Eso es lo que piensa este hijo de puta. Piensa que nosotros tenemos que decidir lo que vamos a hacer. Que a vos o a mí se nos va a ocurrir algo interesante como para continuar con la novela. Es la puta modalidad de estas estructuras libres. «¡Yo arranco de una situación de partida y luego el mismo relato me conducirá solo!». Eso es lo que piensa. Ese es su sistema.

El pibe detuvo su caminar en círculos. Miró hacia los costados, pensativo, hacia las arboledas, los senderos cubiertos de hojas, las hileras de tumbas.

-Y bueno. -murmuró, una mano tomando el mentón-. Pensemos algo. Pensemos algo como para continuar.

-¡Tomá! -estalló Froilán, sin levantarse-. ¡Tomá si voy a pensar algo! Que piense él que tiene la obligación, o el interés. Que piense él ya que dice que labura de esto, que eso es lo que no se cansa de decir en los reportajes.

-Pero. Tampoco te vas a quedar indefinidamente aquí. Con el frío que hace.

-¿Y por qué no? -Froilán lo miró, desafiante-. Por supuesto que me voy a quedar acá, Pablito. Me voy a quedar todo el.

-Julio.

-¿Cómo?

-Julio. Yo soy Julio.

-¿No sos Pablo?

-No -Julio sonreía, suavizando el momento.

-Pero antes te dije Pablo y.

-No te quise interrumpir, seguiste hablando. Yo soy Julio, Iván es el del medio y Pablo el más chico.
-¿El del medio no es Gonzalo? -el rostro de Froilán mostraba real confusión.

-No.

-Ah no. -se mordió el labio inferior, Froilán-. Gonzalo era un tipo que aparecía en la historia anterior. Pero, oíme -Froilán estudiaba ahora la cara del muchacho que continuaba parado frente a él-. Vos tenés mucha pinta de pendejo, por eso te confundí con Pablo. Pero vos ya debés andar por los 24.
Julio hinchó el pecho en una aspiración larguísima.

-Es que no crecí, Viejo -suspiró-. No crecí. -Volvió a sentarse junto al padre, en el banco de mármol-. Viste que hay personajes que crecen dentro de un relato, que cambian, que ocupan lugares que, en principio, no les correspondían, porque eran personajes laterales. Bueno, en mi caso, yo no crecí. No sé. tal vez tuve pocas oportunidades, pocos diálogos, pocas intervenciones. Tal vez no estaba bien preparado.

-¿Debo interpretar, con eso, que yo tengo parte de culpa? -se puso las manos sobre el pecho, Froilán.
-No. No -se apresuró a puntualizar, Julio-. No es tu culpa, no es tu culpa. Si cuando empezó esta historia vos y mamá ya estaban separados. Vos ni interviniste en mi educación.

-Peor todavía. Ahora resulta que yo evadí mis deberes de.

-¡Para nada! ¡Para nada! Cuando yo aparezco, ya estaba el.

-Porque siempre es lo mismo -se ofuscó Froilán-. Es como con tu madre. Siempre, al final, el culpable soy yo. Empieza hablando del mal tiempo y siempre termino siendo yo el que la liga. Tu madre leía en el diario que había habido un terremoto en Turquía y, no sé cómo mierda hacía, pero al final el culpable era yo.

-Nosotros ya estábamos viviendo con Marcelo -completó Julio.

-¿Quién es Marcelo?

-Viejo. -abrió los brazos Julio, otra vez de pie-. Viejo. Es el tipo que vive con mamá y con nosotros.
Froilán resopló.

-Es el quilombo de estos relatos con tantos personajes -dijo-. Te perdés con tanta gente. Llega un momento en que no sabés quién es quién. Habría que hacer como en los libros de antes, que al principio aparecía una lista con todos los personajes, indicando qué hacía cada uno y qué parentesco los unía.

-Eso es cierto. ¿Para qué tres hermanos, por ejemplo? Con dos alcanzaba.

Se quedaron un rato en silencio. Vibraba, en el aire, el sonido del viento entre las ramas desnudas, el raspar de las hojas secas contra las baldosas rotas de los senderos angostos.

-Y entonces. -preguntó Julio-. ¿Qué vas a hacer?

Froilán no contestó. Se apretó la punta de la nariz con los dedos de la mano derecha, como comprobando que aún tenía sensibilidad en esa zona.

-Nada -se encogió de hombros.

-Pero. -Julio miró hacia arriba-. Se viene la noche.

-En todo sentido se viene la noche, Julito -sonrió Froilán-. Y a nuestro jefe también se le viene la noche. Porque yo no pienso mover un dedo para salir de esta situación.

-Pero, Viejo.

-Que labure él, mi querido. Yo ya me cansé de sacarle las papas del fuego. Esta vez que labure él.
-No sé. No sé. -Julio miraba hacia otro lado, serio.

-¿Vos te creés que a mí me gusta estar aquí? -preguntó Froilán. Consultó el reloj-. Hace como. ocho. nueve horas que estoy aquí, esperando que a este tipo se le ocurra algo, que arranque para algún lado.

Otra vez la pausa. El silencio.

-¿Sabés qué es lo que me da más bronca? -retomó Froilán-. Que esto va a terminar siendo un cuento. Y un cuento corto. Arrancó como para una novela, con muchos personajes, tipo Tolstoi, con un ritmo lento.

-Y se empantanó.

-Se empantanó. Cagó, cagó, cagó.

-Y. -sonrió, amargo, Julio-. Para encarar algo tipo Tolstoi hay que ser Tolstoi.

-Y este tipo, a Tolstoi, no le ata ni los cordones de los botines.

-¡Por favor! -Julio casi se contorsionó, sin quitar sus manos de los bolsillos-. Está a años luz.
-Pero entonces te caga. -por primera vez, Froilán se había puesto de pie, tosiendo- .te caga porque vos te confiás pensando que tenés laburo para un rato largo, para una novela clásica. Y resulta que todo termina nada más que en un cuento. Y en un cuento corto. Y te quedás en pelotas. Sin laburo de nuevo.

-Bueno, en una de esas por ahí es mejor. No lo tenés que aguantar.

-Sí. -Froilán giró sobre sí mismo-. Pero tenés que esperar a que el tipo termine con todos los otros cuentos. No va a largar algo con un cuento o dos, nada más. A menos que el que te toque sea el último.

-Eso es cierto.

Froilán tosió de nuevo, con más intensidad. Se tapó la boca con un puño, doblado por el esfuerzo, caminando hasta casi ocultarse tras una estatua.

-¿Qué te pasa? -se alarmó Julio.

-No quiero que me vea -logró decir Froilán, imprevistamente afónico-. A ver si me ve toser y se le ocurre que yo tenga una enfermedad terminal.

-No creo.

-Yo tampoco. Pero, en la desesperación. Siempre un protagónico con una enfermedad terminal genera otras puntas, otras posibilidades.

-¿No te dio ningún dato, ninguna indicación, ningún indicio? -volvió a la carga Julio, incrédulo.

-¿De que yo pueda estar enfermo, jodido de los pulmones?

-No. De algo. De la trama.

-Nada, nada -Froilán había recobrado el tono habitual de su voz-. Lo único que yo sabía es que tenía que venir acá y pararme adelante de esta tumba. Lo único. Ni flores traje.

-Y yo sabía que tenía que venir acá y encontrarme con vos. Es más, pensaba que vos sabías cómo seguía.

-¿Es un reproche? -lo miró, herido, Froilán-. ¿Es otro reproche?

-Para nada, para nada. Uhhh, no se te puede decir nada, Viejo.

-Es que, primero lo de la educación, que no me hice cargo, ahora esto. Ya estás como tu madre que.
-Pensaba que vos sabías, nada más. No te dio nada, no te indicó nada.

Froilán negó con la cabeza, enérgico. Buscaba algo en los bolsillos de su sacón oscuro, golpeó con la mano abierta sobre los bolsillos laterales.

-¿Qué buscás? -preguntó Julio-. ¿Vas a fumar?

-Froilán asintió-. No seas boludo. Decís que tenés miedo que este tipo te tire con algo malo y seguís fumando.

-Es verdad. Es verdad. -pero Froilán había tanteado algo adentro de uno de sus bolsillos laterales. Puso cara de extrañeza-. ¿Qué es esto? -se preguntó, levantando hasta la altura de sus ojos un boleto de avión.

-Un pasaje -se acercó Julio.

-Un pasaje a Australia -leyó Froilán, con ojos de intriga-. «Sydney» dice. ¿Sydney es Australia, no?
-Bueno, algo es algo. Es una punta -Julio se había alegrado, imprevistamente.

-Tomá -Froilán estiró el pasaje a su hijo-. Usalo vos. Es otro de esos recursos desesperados de este hijo de puta para ver qué pasa. Seguramente no tiene la más mínima idea de lo que puede suceder después. Es el facilismo. Caer en la crónica de viajes. Me juego la cabeza que mañana me encuentro en un cementerio de Sydney sin saber qué carajos hacer, en la misma situación de ahora, sin guita ni pasaporte. Acá, por lo menos, estoy cerca de casa.

-Claro -Julio sostenía el ticket en su mano izquierda-. En todo caso, que el que se joda sea yo.
-Vos sos joven, Julito. Tenés todo por delante. Australia es un país de promisión, con gran futuro. ¿Qué te vas a quedar haciendo acá?

-Es verdad. Es verdad -el muchacho se metió el pasaje en un bolsillo-. A mí me gusta la idea. Total, llegado el caso, me vuelvo.

-Te volvés.

-¿Y vos? -se preocupó Julio-. ¿Insistís en quedarte acá? -Froilán asintió, porfiado-. ¿Por qué no te vas a algún bar, a algún boliche? Debe haber alguno por acá cerca del cementerio. Por lo menos te tomás un café, a la noche te comés una pizza, ves algo por televisión.

-Me quedo acá hasta que a este tipo se le ocurra algo -Froilán volvió a sentarse, teatral-. Además, no te olvides de que yo tengo un protagónico, no tengo un personaje lateral, tengo un cierto grado de responsabilidad. Pero no le voy a dar el gusto a este rufián, Julito. No le voy a dar el gusto. Que me saque él de esta, ya que él me metió.

Otra vez el silencio. Empezaba a oscurecer y hacía más frío. Cada uno miraba hacia puntos diferentes.

-Chau, Viejo -Julio se acercó a Froilán, se agachó un tanto y le dio un beso leve en la mejilla-. Me piro.

-Chau. Que te vaya bien -Froilán apenas le tocó el brazo con su mano.

-Cuidate esa tos.

Froilán elevó el dedo índice en el aire, asintiendo.

-Julio -llamó después. El muchacho se detuvo a pocos metros, en el sendero y giró hacia su padre.
-Esto nos pasa por estar en manos de un pelotudo -gritó Froilán, casi riendo. Julio se rio también. Giró, y con las manos en los bolsillos, se alejó corriendo.

«A ver si se pisa uno de esos cordones y se caga de un golpe», pensó Froilán.

Los destructores

Graham greene
Graham Greene

1

Fue la víspera del Día Feriado de Agosto cuando el último recluta se convirtió en el jefe de la pandilla de Wormsley Common. A ninguno le causó sorpresa excepto a Mike; pero a Mike, a los nueve años, todo le causaba sorpresa. «Si no cierras la boca», le dijeron un día, «se te va a meter una mosca». Desde entonces Mike mantenía los dientes cerrados como una ostra, salvo cuando la sorpresa era demasiado grande.

El nuevo recluta había estado con la pandilla desde el principio de las vacaciones de verano, y todos le veían posibilidades a su caviloso silencio. Nunca usaba una palabra de más, ni aun para decir su nombre, a menos que así lo exigieran las reglas. Cuando dijo: «Trevor», señaló un hecho, no reveló vergüenza o desafío, como lo habían hecho los demás. Tampoco se rio nadie, excepto Mike quien, al no verse secundado y toparse con la oscura mirada del recién llegado, abrió la boca y en seguida guardó silencio. Había muchas razones por las que «T.», como se le llamaría después, podía ser objeto de burla. Su nombre, por ejemplo (lo sustituyeron por una inicial porque de otro modo no había excusa para no reírse de él), o el hecho de que su padre, antes arquitecto y ahora empleado, «se había ido a pique», y su madre se consideraba de mejor clase que sus vecinos. ¿Qué fue sino una de esas raras circunstancias asociadas con el peligro, con lo impredecible, lo que permitió su ingreso en la pandilla sin pasar por una innoble ceremonia de iniciación?

La pandilla se reunía cada mañana en un lote baldío improvisado como estacionamiento, el sitio donde había caído la última bomba del primer ataque aéreo de la guerra. El jefe, conocido como Blackie, aseguraba que la había oído caer, y ninguno reparaba lo suficiente en las fechas para señalar que por entonces Blackie había tenido sólo un año de edad y estado profundamente dormido en el andén más bajo de la estación del metro de Wormsley Common. A un lado del baldío se inclinaba la primera de las casas aún ocupadas, el número 3 de la destrozada calle, de Northwood Terrace —literalmente se inclinaba, pues la explosión de la bomba la había dañado de tal manera que sus costados estaban apuntalados con maderos. Una bomba más pequeña y otras incendiarias habían caído un poco más allá dejándola como una enorme muela cariada. Uno de sus muros exteriores aún retenía, pegadas, reliquias de lo que había sido la casa de junto: un pedazo de friso y trozos de chimenea. T., cuyas palabras se limitaban casi a votar «sí» o «no» al plan de operaciones propuesto cada día por Blackie, una vez sorprendió a todos al observar meditativamente: «Wren construyó esa casa, dice mi padre».

—¿Quién es Wren?

—El hombre que construyó la catedral de St. Paul.

—¿Y a quién le importa? —replicó Blackie—. No es más que la casa del Viejo Miserias.

El «Viejo Miserias» —cuyo verdadero nombre era Thomas— había sido arquitecto y decorador. Vivía solo en la maltrecha casa, haciendo de todo: cada semana se le podía ver cruzar el baldío trayendo consigo pan y verduras, y una vez, cuando los chicos se encontraban jugando, puso su cabeza sobre la derruida barda de su jardín para mirarlos.

—Acaba de salir del «ret» —observó uno de los chicos, pues todos sabían que, desde la caída de aquellas bombas, algo andaba mal en las cañerías, y el Viejo Miserias era demasiado tacaño para meterle dinero a la propiedad. Hacía la redecoración, que le salía al costo, pero no sabía nada de plomería. El «ret»— el retrete —era un cobertizo de madera con un agujero en forma de estrella en la puerta, al fondo del estrecho jardín: había escapado de la explosión que había destruido la casa de junto y arrancado los postigos de las ventanas de la número 3.

La otra ocasión en que la pandilla supo del señor Thomas fue más sorprendente. Blackie, Mike y un chico flaco y amarillento a quien, por alguna razón, se le llamaba por su apellido —Summers—, se lo encontraron en el baldío cuando regresaba del mercado. El señor Thomas los llamó. Malhumorado, les preguntó: «¿Son ustedes de ese grupo que juega en el estacionamiento?».

Mike estaba a punto de responder cuando Blackie se lo impidió. Como jefe de la pandilla, conocía sus responsabilidades: «Supongamos que sí», dijo ambiguamente.

—Traigo algunos chocolates —dijo entonces el señor Thomas—. A mí no me gustan. Tengan. Aunque no van a alcanzar para todos, supongo. Nunca alcanzan —agregó con sombría seguridad, a la vez que les tendía tres paquetitos de Smarties.

Toda la pandilla se sintió sorprendida y perturbada por esa acción y trató de explicársela. «Apuesto que alguien los tiró y él los recogió», sugirió uno.

—Se las robó y luego no pudo aguantar el jodido miedo —pensó en voz alta otro.

—Nos quiere sobornar —terció Summers—. Quiere que dejemos de rebotar pelotas en su pared.

—Le demostraremos que no aceptamos sobornos —dijo Blackie, y sacrificaron la mañana entera rebotando pelotas en la pared, un juego que sólo Mike, por ser el más pequeño de todos, disfrutaba. Ni rastro del señor Thomas.

A la mañana siguiente T. los asombró a todos. Llegó tarde a la reunión, y la votación para la hazaña del día se realizó en su ausencia. A sugerencia de Blackie, la pandilla se dispersaría en pares, tomaría autobuses al azar, a ver cuántos paseos gratis podían sacarles a conductores distraídos (la operación se llevaría a cabo en pares para evitar trampas). Estaban designando acompañantes por sorteo cuando llegó T.

—¿Dónde andabas, T.? —preguntó Blackie—. Ya no puedes votar. Conoces las reglas.

—Estuve allí —dijo T. Dirigió la vista al suelo, como si quisiera esconder algún pensamiento.

—¿Dónde?

—En la casa del Viejo Miserias —la boca de Mike se abrió, para de inmediato cerrarse con un ruidito. Recordó lo de la mosca.

—¿La del Viejo Miserias? —repitió Blackie. No había ninguna regla que lo prohibiera, pero tenía la sensación de que T. andaba pisando terreno peligroso. Preguntó esperanzado—: ¿Forzaste las cerraduras?

—No. Toqué la campanilla.

—¿Y luego qué hiciste?

—Le dije que quería ver su casa.

—¿Y él qué hizo?

—Me la enseñó.

—¿Te clavaste algo?

—No.

—¿Para qué fuiste, entonces?

La pandilla se había juntado alrededor: era como si un tribunal improvisado estuviera a punto de formarse para tratar un caso delictivo. T. dijo: «Es una bella casa», y con los ojos aún fijos en el suelo, sin ver a ninguno, se pasó la lengua por los labios, primero hacia la izquierda, luego hacia la derecha.

—¿Qué quieres decir con «una bella casa»? —preguntó Blackie con desdén.

—Tiene una escalera de doscientos años, en forma de sacacorchos. No se sostiene en nada.

—¿Qué quieres decir con «no se sostiene en nada»? ¿Flota?

—Tiene que ver con el equilibrio de fuerzas, me dijo el Viejo Miserias.

—¿Y qué más?

—Hay entrepaños.

—¿Como en El Jabalí Azul?

—De doscientos años.

—¿Tendrá el Viejo Miserias doscientos años?

Mike rio intempestivamente pero en seguida se calló. Había una atmósfera de seriedad en la reunión. Por primera vez desde que T. había llegado al baldío aquel primer día de vacaciones, su posición estaba en peligro. Que simplemente se mencionara su nombre completo, y no se quitaría a la pandilla entera de encima.

—¿Para qué hiciste eso? —preguntó Blackie. Estaba siendo justo, no le tenía envidia, quería conservar a T. en la pandilla si podía. Era la palabra «bella» lo que le preocupaba; pertenecía a una clase que uno aún podía ver parodiada en el Teatro Empire de Wormsley Common por un cómico que aparecía con sombrero de copa y monóculo, con un acento para doblarse de risa. Se vio tentado a decirle: «Mi querido Trevor, viejo amigo…» y soltarle la jauría—. Si te hubieras metido por la fuerza… —dijo con desconsuelo—, esa sí que hubiera sido una hazaña digna de la pandilla.

—Esto fue mejor —dijo T.—. Averigüé cosas —continuó con la vista puesta en sus pies, sin cruzarla con los ojos de ninguno, como absorto en un sueño que no quería, o le avergonzaba, compartir.

—¿Qué cosas?

—El Viejo Miserias no va a estar mañana ni el Feriado de Agosto.

Blackie preguntó, aliviado: «¿Quieres decir que podríamos metemos?».

—¿Y clavarnos cosas? —preguntó alguien más.

—Nadie va a clavarse nada —dijo Blackie—. Entrar es suficiente, ¿o no? No queremos líos con la justicia.

—Yo no quiero clavarme nada —dijo T.—. Tengo una idea mejor.

—¿Cuál es?

T. alzó los ojos, tan grises y alterados como aquel triste día de agosto: «Tirar la casa», respondió. «Destruirla».

Blackie soltó una risilla de lechuza y luego, como Mike, recobró la serenidad, intimado por la grave, implacable mirada. «Y mientras, ¿qué con la policía?», dijo.

—Nunca lo sabrá. Lo haremos desde dentro. Ya sé por dónde entrar. —Luego dijo con cierta intensidad—: ¿No lo ven? Seremos como gusanos en una manzana. Para cuando salgamos no quedará nada allí, ni escalera, ni entrepaños ni nada, sólo muros, y después derribaremos los muros de algún modo.

—Iríamos a la cárcel —dijo Blackie.

—¿Quién va a probar nada? Y además, no nos habremos llevado ni un alfiler. —Luego añadió, ya sin el menor destello de gozo—: No habrá nada que llevarnos cuando hayamos terminado.

—Yo nunca oí que metieran a la cárcel por romper cosas —dijo Summers.

—No tendríamos tiempo —dijo Blackie—. He visto cómo trabajan los que demuelen casas.

—Somos doce —dijo T.—. Podemos organizarnos.

—Ninguno de nosotros sabe cómo…

—Yo sí sé —dijo T. Luego miró directamente a Blackie—. ¿Tienes una idea mejor?

—Hoy —dijo Mike sin ningún tacto—, vamos a conseguirnos paseos gratis…

—Paseos gratis —dijo T.—. Eso es para niños. No tienes que participar. Blackie, si lo que quieres…

—La pandilla tiene que votar.

—Que vote entonces.

Blackie dijo con inquietud: «Se propone que mañana y el lunes destruyamos la casa del Viejo Miserias».

—Oigan, oigan… —dijo un chico gordo llamado Joe—. ¿Quién está a favor?

T. dijo: «Está decidido».

—¿Por dónde empezamos? —preguntó Summers.

—Que él te diga —le respondió Blackie. Era el fin de su liderazgo. Se fue al fondo del estacionamiento y se puso a patear una piedra, haciéndola rodar sin dirección fija. Solo había un viejo Morris en el lote; aparte de algunas vagonetas, pocos carros se estacionaban allí: no habiendo cuidador, no había seguridad. Blackie le largó un puntapié al Morris, raspándole algo de pintura al guardafango trasero. Más allá, no poniendo más atención en él que en un extraño, la pandilla se reunió alrededor de T. Blackie se dio cuenta vagamente de lo fácil que era caer en desgracia. Pensó en irse a casa, en nunca volver, en dejarlos descubrir la precariedad del liderazgo de T., pero supongamos, después de todo, que lo que propuso T. sea posible. Nada parecido se había hecho antes. De seguro la fama de la pandilla del estacionamiento de Wormsley Common se extendería por todo Londres. Saldrían encabezados en los periódicos. Hasta las pandillas de muchachos más grandes que manejaban las apuestas en la lucha libre, o vendían objetos desde sus carritos verían con respeto cómo había sido destruida la casa del Viejo Miserias. Impulsado por el simple, puro y altruista deseo de fama para la pandilla, Blackie regresó a donde T. se encontraba, a la sombra de uno de los muros de la casa del Viejo Miserias.

T. daba órdenes con decisión: era como si esta idea lo hubiera acompañado toda su vida, madurando con las estaciones y cristalizando ahora, a sus quince años, con las angustias de la pubertad. «Tú», le dijo a Mike, «consigue algunos clavos grandes —los más grandes que encuentres— y un martillo. El que pueda, mejor que traiga un martillo y un destornillador. Necesitaremos muchos. Cinceles también. Tantos como sea posible. ¿Puede alguien conseguir una sierra?».

—Yo puedo —dijo Mike.

—Pero no una sierra de niños —dijo T.—. Una de verdad.

Blackie se vio levantando la mano como cualquier otro miembro de la pandilla.

—Bien, Blackie. Tráela tú. Pero hay un problema. Necesitamos una sierra de arco.

—¿Qué es una sierra de arco? —preguntó alguien.

—Las venden en Woolworth’s —indicó Summers.

El chico gordo llamado Joe dijo con desaliento: «Ya sabía que esto iba a terminar en una colecta».

—Traeré la sierra yo mismo —dijo T.—. No necesito tu dinero. Pero no puedo comprar un marro.

Blackie dijo: «Hay algunos trabajadores en el número 15. Sé dónde guardan sus triques hasta después del Feriado de Agosto».

—Ya está, entonces —concluyó T.—. Nos reuniremos aquí a las nueve en punto.

—Tengo que ir a misa —dijo Mike.

—Salta la barda y silba. Nosotros te abrimos.

2

El domingo por la mañana todos llegaron puntuales, excepto Blackie. Hasta Mike. Mike había tenido un golpe de suerte. Su madre no se sentía bien, su padre estaba cansado tras la desvelada del sábado, y le dijeron que fuera a misa él solo, no sin advertirle repetidamente lo que le pasaría si se iba a otra parte. Blackie tuvo dificultades para sacar la sierra a escondidas, y luego para encontrar el marro en el número 15. Llegó a la casa del Viejo Miserias por la vereda que pasaba detrás del jardín, temeroso de toparse con el policía que hacía su ronda por la calle principal. Los abatidos siempre verdes árboles de la vereda mantenían a raya un sol tormentoso: desde el Atlántico amenazaba otro Día Feriado de Agosto con lluvia, anunciado ya por las oleadas de polvo levantándose por todas partes. Blackie escaló la barda del jardín del Viejo Miserias y saltó dentro.

Ni rastro de nadie, por ningún lado. El «ret» se alzaba como una tumba en un cementerio abandonado. Las cortinas, corridas. La casa, dormida. Blackie se acercó, caminando pesadamente con la sierra y el marro. Quizá ninguno había venido, después de todo: el plan era una locura: habían recapacitado. Pero cuando se acercó más a la puerta posterior, oyó una confusión de ruidos apenas más audibles que los de un avispero agitado: un clac, clac, un pum, pum, un ruido rasposo, otro de algo cuarteándose —un súbito, doloroso crac. Pensó: era cierto. Silbó.

Le abrieron la puerta trasera y entró. Inmediatamente tuvo la impresión de que se trabajaba con organización, algo muy diferente al «cada quien haga lo que quiera» de cuando él era jefe. Durante un rato anduvo subiendo y bajando escaleras buscando a T. Nadie le hablaba. Experimentó una sensación de urgencia: ya empezaba a ver claramente el plan. Todo en el interior estaba siendo destruido cuidadosamente, sin tocar las paredes. Summers rompía a martillo y cincel las tiras de zoclo del comedor en la planta baja: ya había despedazado los entrepaños de la puerta. Allí mismo Joc arrancaba por bloques el parquet, dejando al descubierto las duelas que techaban el sótano. Del zoclo dañado brotaban serpentinas de cables eléctricos y Mike, sentado feliz en el suelo, los cortaba en trozos.

En la curva escalera otros dos chicos trabajaban con afán tratando de cortar el pasamanos con una inadecuada sierra de juguete. Cuando vieron que Blackie traía una sierra de arco se la pidieron con un simple ademán. La próxima vez que los vio, una cuarta parte del pasamanos yacía tirado en el vestíbulo. Por fin encontró a T. Estaba en el baño. Sentado taciturnamente en el menos cuidado cuarto de la casa, escuchaba ruido que ascendía de la planta baja.

—De veras lo hiciste —le dijo Blackie con temor reverente—. ¿Cómo irá a terminar?

—Apenas hemos empezado —dijo T. Luego, con una mirada al marro, dio sus instrucciones—. Tú quédate aquí y despedaza la taza y el lavabo. No te preocupes por las tuberías. Esas, después.

Mike apareció en la puerta: «Ya acabé con los cables, T.», dijo.

—Muy bien. Ahora anda por ahí. La cocina está en el sótano. Quiebra toda la porcelana, las copas y las botellas que encuentres. No abras las llaves del agua: no queremos una inundación; todavía no. Luego recorre todos los cuartos de la casa y saca todos las cajones. Si están cerrados con llave, llama a alguien y que rompa las cerraduras. Rompe todos los papeles que encuentres y despedaza los adornos. Consíguete un cuchillo cebollero en la cocina, para que te ayudes. Aquí en frente está la recámara. Desbarata las almohadas y tasajea las sábanas. Eso será suficiente por el momento. Y tú, Blackie, cuando termines aquí, pulveriza en el corredor todo el yeso de las paredes con tu marro.

—¿Y tú qué vas a hacer? —le preguntó Blackie.

—Pensaré en algo especial —respondió T.

Era casi hora del almuerzo cuando Blackie terminó y fue en busca de T. La destrucción iba avanzada. La cocina era un montón de porcelana y vidrios rotos. Al comedor no le quedaba una sola tira de parquet, todo el zoclo había sido arrancado, la puerta desprendida de sus bisagras, y los destructores habían pasado al piso de arriba. Rayos de luz se filtraban a través de las persianas cerradas, donde los chicos trabajaban con una seriedad de creadores. La destrucción era una forma de creación, después de todo. Alguna mente imaginativa había concebido esa casa tal como se encontraba ahora.

Mike dijo: «Tengo que ir a casa, a comer».

—¿Quién más tiene que ir a comer? —preguntó entonces T., pero todos, con un pretexto u otro, habían traído su bastimento.

Se sentaron en medio de aquella ruina de cuarto e intercambiaron los sándwiches que no querían. Media hora para el lunch, y volvieron al trabajo. Para cuando Mike regresó de comer ya estaban todos en el piso de arriba. Hacia las seis habían completado todo el daño preliminar: puertas arrancadas, zoclos despegados, muebles destrozados, rasgados y aplastados —si alguien hubiera deseado dormir allí, habría tenido que hacerlo sobre una pila de escombros—. Las instrucciones de T. fueron: a las ocho en punto de la mañana el día siguiente. Para salir inadvertidos, saltaron, uno a la vez, la barda del jardín. Solo quedaron Blackie y T. No había ya luz del día y, cuando probaron con un interruptor, ninguna luz eléctrica. Mike había hecho su trabajo concienzudamente.

—¿Ya pensaste en algo especial? —preguntó Blackie.

T. asintió con la cabeza. «Ven», dijo, «Mira esto». De ambos bolsillos se sacó montones de libras esterlinas. «Los ahorros del Viejo Miserias», indicó. «Mike tasajeó los colchones, pero no las vio».

—¿Qué vas a hacer con ellas? ¿Repartirlas?

—No somos ningunos ladrones —dijo T.—. Nadie va a robarse nada de esta casa. Las guardé para ti y para mí; para que celebremos —se arrodilló en el suelo y contó los billetes; había 70 libras en total—. Las quemaremos —dijo luego— una por una —y, por turnos, sostuvieron verticalmente un billete a la vez, le prendieron fuego por la parte de arriba y esperaron a que la llama lo consumiera lentamente hasta tocar casi sus dedos. Una nube de finas cenizas grises flotaba y caía sobre sus cabezas enrojeciéndolas—. Me gustaría ver la cara del Viejo Miserias cuando hayamos terminado —dijo T.

—¿Lo odias mucho? —preguntó Blackie.

—Claro que no lo odio —respondió T.—: ¿Qué chiste tendría esto si lo odiara? —La llama del último billete quemado iluminó su rostro sumido en la reflexión—. Todo esto del amor y el odio son ñoñerías, mentiras. No hay sino cosas, Blackie —y miró alrededor del cuarto apretujado con las sombras extrañas de cosas a medias, cosas aplastadas, cosas que habían sido y ya no eran—. Echemos una carrera hasta tu casa, Blackie —dijo entonces.

3

A la mañana siguiente comenzó la destrucción final. Dos chicos no llegaron. —Mike y otro, cuyos padres habían salido a pasear a Southend y Brighton no obstante que las primeras gotas de lluvia lenta y tibia habían empezado a caer y el eco de relámpagos río abajo empezaban a oírse como un lejano cañoneo en tiempos de guerra. «Tenemos que darnos prisa», dijo T.

Summers mostró inquietud. «¿No hemos hecho ya suficiente?», preguntó. «Mis papás me dieron un chelín para jugar en las máquinas tragamonedas. Esto es como trabajar».

—Apenas hemos empezado —dijo T.—. Ve: nos falta todo el piso y la escalera; no hemos arrancado una sola ventana. Votaste a favor, como todos. Vamos a destruir esta casa. Terminaremos cuando no quede piedra sobre piedra.

Y la emprendieron nuevamente, arrancando las duelas del piso de la planta baja adyacente a los muros exteriores, dejando al descubierto las vigas debajo. Luego serraron las vigas y, como lo que quedaba del piso se inclinara y se hundiera, pasaron al vestíbulo. Esta vez, ya con más práctica, hicieron hundir el piso con mayor eficiencia. Hacia el final de la tarde los envolvió un extraño regocijo al mirar aquel gran agujero que era el interior de la casa. Corrían riesgos y cometían errores: cuando se acordaron de las ventanas ya era demasiado tarde. «¡Caray!», dijo Joe dejando caer una moneda de a centavo al fondo de aquel agujero lleno de escombros. Sonó y botó entre los vidrios rotos.

—¿Cómo es que hicimos esto? —preguntó Summers asombrado.

T., dentro del hoyo ya, apartaba escombros, haciendo espacio junto al muro exterior: —Abran todas las llaves del agua— ordenó. —Ya está lo bastante oscuro para que nadie se dé cuenta; mañana, a nadie le importará.

El agua los rebasó escaleras abajo y empezó a inundar las habitaciones sin suelo. Fue entonces cuando oyeron el silbido de Mike desde el jardín. «Algo anda mal», dijo Blackie. Podían escuchar el agitado resuello de Mike al abrir la puerta.

—¿El coco? —preguntó Summers.

—No —respondió Mike—. El Viejo Miserias. Viene para acá —puso la cabeza entre las rodillas y tuvo arcadas—. Corrí todo el tiempo —dijo con orgullo.

—¿Pero, cómo? —dijo T.—: Me dijo… —protestó con la furia de ese niño que nunca había sido—. No es justo.

—Andaba en Southend —dijo Mike— y estaba en el tren que venía para acá. Dijo que el clima estaba demasiado húmedo y frío —hizo una pausa y miró el agua, azorado—. Caray, les ha caído una tormenta. ¿Gotea el techo?

—¿En cuánto tiempo estará aquí?

—Cinco minutos. Me le escapé a mamá y vine corriendo.

—Mejor nos largamos —dijo Summers—. De todos modos ya hemos hecho suficiente.

—Oh, no. Nos falta. Esto, cualquiera podría hacerlo —«esto» era el cascarón de la casa, sin nada salvo los muros. Con todo, si se preservaban fachada y muros, se la podría reconstruir interiormente y dejarla incluso más bonita de lo que era. Podría volver a ser un hogar—. No —dijo T. con enojo—; tenemos que terminar. No se mueva nadie. Déjenme pensar.

—Ya no hay tiempo —dijo un chico.

—Tiene que haber alguna manera —dijo T.—: No hemos llegado tan lejos para…

—Hicimos bastante —dijo Blackie.

—No, no es bastante. A ver, que alguien vigile la entrada.

—Ya no podemos hacer más.

—Podría llegar por la parte de atrás.

—Vigile alguien la entrada de atrás, también —comenzó a suplicar T.—. Denme sólo un minuto y arreglo el asunto. Juro que lo arreglo —pero su autoridad se había diluido con su ambigüedad. Era tan solo uno de la pandilla—. Por favor —agregó.

—Por favor —lo remedó Summers y a manera de puntilla, atacó a fondo con el nombre fatal—. Anda, Trevor, vete a casa.

T. quedó recargado contra los escombros como un boxeador aturdido contra las cuerdas. Quedó sin palabras mientras sus sueños se derrumbaban y desaparecían. Justamente entonces intervino Blackie antes de que la pandilla comenzara a reírse. «Yo vigilaré la entrada, T.», ofreció, haciendo a Summers a un lado de un empujón. Cautelosamente entreabrió los postigos del vestíbulo. En frente se extendía el baldío mojado y gris, con la luz de los arbotantes reflejada en los charcos. «Allá viene alguien, T.», dijo. «No, no es él. ¿Cuál es el plan, T.?».

—Dile a Mike que salga y se esconda a un lado del «ret». Cuando me oiga silbar, que cuente hasta diez y empiece a gritar.

—¿A gritar qué?

—Oh, «auxilio», cualquier cosa.

—Ya lo oíste, Mike —dijo Blackie. Era el jefe otra vez. Echó un rápido vistazo entre los postigos—. Ahí viene, T.

—Rápido, Mike. Al ret. Tú quédate aquí, Blackie, todos quédense, hasta que me oigan gritar.

—¿Adónde vas, T.?

—No se preocupen. Yo me encargo. Dije que lo haría ¿o no?

El Viejo Miserias salió renqueando del baldío. Tenía lodo en los zapatos y se detuvo a desprenderlo raspando las suelas en el borde de la acera. No quería manchar su casa, que se erguía oscura entre los hoyos de bombas, salvada de la destrucción por un milagro. Aún el tragaluz en abanico de la entrada había quedado intacto. Alguien silbó por allí cerca. El Viejo Miserias miró atento en rededor. Desconfiaba de los silbidos. Un chico empezó a gritar: los gritos parecían venir de su propio jardín. Otro chico llegó corriendo del estacionamiento. «¡Señor Thomas!», lo llamó, «¡señor Thomas!».

—¿Qué pasa?

—Estoy terriblemente apenado, señor Thomas. Uno de nosotros ya no aguantaba y pensamos que usted no tendría inconveniente y ahora no puede salir.

—¿Qué estás diciendo, muchacho?

—Que se quedó encerrado en el ret.

—Nada se le perdió… ¿No te he visto antes?

—Sí. Me mostró usted su casa.

—Ah, sí, sí. Bueno, eso no les da el derecho de…

—Dése prisa, señor Thomas. Se va a asfixiar allí dentro.

—Tonterías. No puede asfixiarse. Espera a que deje mi bolsa en casa.

—Se la llevo yo.

—Oh, no. Yo me encargo de mis propias cosas.

—Por aquí, señor Thomas.

—No. No se puede llegar al jardín por allí. Hay que atravesar la casa.

—Sí se puede, señor Thomas. Nosotros lo hemos hecho muchas veces.

—¿Ah, sí? —entre escandalizado y fascinado siguió al chico—. ¿Cuándo? ¿Con qué derecho…?

—¿Ve? La barda está bajita.

—No voy a trepar bardas para entrar a mi propio jardín. Sería absurdo.

—Así es como lo hacemos. Vea: un pie aquí, el otro acá y arriba —encaramado, el chico lo miró. Uno de sus brazos se estiró hacia abajo y cuando el señor Thomas se dio cuenta, su bolsa había sido tomada y depositada en el otro lado.

—Devuélveme esa bolsa —ordenó el señor Thomas. En el retrete el otro chico gritaba y gritaba—. Voy a llamar a la policía.

—Su bolsa está segura, señor Thomas. Ande. Ponga un pie allí. A su derecha. Ahora un poco más arriba, a su izquierda —el señor Thomas escaló finalmente la barda de su propio jardín—. Aquí está su bolsa, señor Thomas.

—Haré más alta esta barda —dijo—. No quiero que entren aquí y usen mi baño.

Se tropezó de pronto, pero el chico lo asió del codo, sosteniéndolo. «Gracias, gracias, muchacho», murmuró automáticamente. Alguien volvió a gritar cn la oscuridad. «Ya voy, ya voy», respondió el señor Thomas. Luego le dijo al chico que iba a su lado: «No es que me ponga irrazonable. Yo también fui niño. Pero hay mejores maneras de hacer las cosas. No tengo inconveniente en que jueguen por aquí los sábados por la mañana. A veces me gusta tener compañía. Pero hay que hacer las cosas como se debe. Que uno de ustedes me pida permiso y se lo daré. A veces diré no, si así lo decido. Pero tendrán que entrar por donde se entra. Nada de saltar bardas».

—Sáquelo de allí, por favor, señor Thomas.

—No va a pasarle nada en mi baño —dijo el señor Thomas, trastabillando lentamente a través del jardín—. Estas reumas —se quejó—. Siempre me vienen en días feriados. Debo pisar con cuidado. Hay grava suelta por aquí. Dame una mano. ¿Sabes lo que decía mi horóscopo ayer? «Absténgase de hacer transacciones durante la primera mitad de la semana. Peligro de quedar en bancarrota». Podría tener que ver con este caminito —continuó el señor Thomas—. Los de los horóscopos hablan en parábolas y en doble sentido —se detuvo frente a la puerta del retrete.

—¿Qué es lo que está pasando allí? —preguntó. No hubo respuesta.

—Tal vez se desmayó —le dijo el chico.

—¿En mi baño? Nunca. A ver, tú, sal de ahí —dijo, a la vez que tiraba violentamente de la puerta. Esta se abrió tan dócilmente que el señor Thomas casi se cae de espaldas. Una mano lo sostuvo primero y luego le dio un fuerte empujón. Su cabeza golpeó la pared opuesta y el señor Thomas se deslizó hasta caer pesadamente sentado. Su bolsa le golpeó los pies. Una mano arrancó la llave de la cerradura interior y la puerta se cerró—. Déjenme salir —gritó, oyendo la llave cerrar por fuera—. Quedar en bancarrota —pensó tembloroso, confuso y sintiéndose un anciano.

Una voz le habló suavemente a través del agujero en forma de estrella de la puerta. «No se preocupe, señor Thomas», le dijo. «No le haremos daño, a menos que se porte mal».

El señor Thomas puso la cabeza entre sus manos y examinó su situación. Había notado que había sólo una vagoneta en el estacionamiento, y estaba seguro de que el chofer no vendría por ella hasta el día siguiente. Nadie podría oírlo desde la calle de enfrente y casi nadie pasaba por el callejón de atrás. Cualquiera que pasara por allí, lo haría de prisa y no se detendría ante los gritos pues, seguramente, pensaría no serían sino los de algún borracho. Y aun si gritara «¡Auxilio!», ¿quién, en el solitario atardecer de un día feriado, se animaría a ver qué pasaba? El señor Thomas se sentó en el inodoro reconsiderando el caso con la actitud de un viejo filósofo.

Luego de un rato le pareció escuchar ruidos en medio del silencio. Apenas se oían y parecían venir de la casa. Se puso en pie y se asomó por el agujero de ventilación. Entre las rendijas de una de las persianas alcanzó a ver una luz, no la de una lámpara, sino una parpadeante, como de vela. En seguida creyó oír golpes de martillo, cosas raspando y quebrándose. Pensó en ladrones —quizá habían empleado al chico como explorador. Pero si eran ladrones ¿por qué se aplicaban tanto a lo que parecía más bien un furtivo trabajo de carpintería? El señor Thomas dejó salir un grito a manera de experimento. No hubo respuesta. Probablemente sus enemigos ni siquiera alcanzaron a oír su voz.

4

Mike se había ido a casa a dormir, pero los demás se quedaron. La cuestión de quién era el jefe ya no preocupaba a la pandilla. Armados con clavos, cinceles, destornilladores y cualquier cosa punzocortante arremetían ahora contra el mortero entre los ladrillos de los muros. Trabajaban muy arriba, hasta que Blackie se dio cuenta de que, atacando las junturas justo por encima de la línea de mampostería, reducirían el trabajo a la mitad. Fue una tarea dura y nada divertida, pero al fin quedó terminada. Y allí quedó la destripada casa, apenas pegada a su base por unas cuantas pulgadas de mortero.

Quedaba por hacer la tarea más peligrosa de todas, fuera y a la vista, junto al sitio donde habían caído las bombas. Se envió a Summers a vigilar la calle, y pronto el señor Thomas, sentado en el inodoro, empezó a oír claramente el ruido de sierras cortando madera. Ya no venía de la casa, y esto lo tranquilizó un poco. Se sintió menos preocupado. Tal vez tampoco los ruidos que había oído antes significaban nada.

Una voz le habló a través del agujero: «señor Thomas».

—Déjenme salir —dijo enérgicamente.

—Aquí tiene una manta —respondió la voz, y una gran salchicha gris metida por el hoyo le cayó desparramándosele sobre la cabeza.

—No tenemos nada en contra suya —agregó la voz—. Queremos que pase una noche cómoda.

—Una noche cómoda —repitió el señor Thomas incrédulo.

—Agárrelos —dijo la voz—. Son bollos, les hemos untado mantequilla, y rollitos de salchicha. No queremos que pase hambre, señor Thomas.

—Ya basta de bromas, muchacho —suplicó el señor Thomas desesperado—. Déjenme salir y no diré una sola palabra. Padezco de reumas. Debo dormir en una cama cálida.

—No encontraría ninguna en su casa. No, señor Thomas. Ya no.

—¿Qué quieres decir con eso, muchacho? —pero los pasos se alejaron. No quedó sino el silencio de la noche. Ni las sierras se oían ya. El señor Thomas probó a gritar de nuevo, pero el silencio lo intimidó y rechazó; lejos, el débil ulular de un búho que en seguida se alejó en vuelo sordo en medio del silencio universal.

A las siete de la mañana del día siguiente vino el chofer por su camioneta. Se puso al volante y trató de poner en marcha el motor. Percibió vagamente una voz que gritaba, pero no le dio importancia. Por fin el motor respondió y él puso el carro en reversa hasta tocar el grueso borde de madera sobre el que descansaban los muros de la casa. De esa manera podía alcanzar la calle yendo hacia adelante. El carro avanzó unos metros, se detuvo momentáneamente impedido como si algo lo jalara por detrás, y avanzó de nuevo, seguido por un terrible estruendo. El hombre quedó azorado viendo volar ladrillos frente a sí y oyendo caer piedras contra el techo de su auto. Frenó de golpe. Al apearse, encontró que de pronto el paisaje se había alterado. Junto al estacionamiento no había casa ninguna, solo un montón de escombros. Al revisar la parte trasera de su carro para ver si había resultado dañado, encontró una soga atada allí, cuyo otro extremo aún se encontraba amarrado alrededor de uno de los soportes de la casa.

Otra vez oyó el chofer los gritos de alguien. El grito provenía del cobertizo de madera, que era lo más parecido a una casa en las inmediaciones de aquel desolado montón de ladrillos. El chofer saltó la barda y abrió la puerta. El señor Thomas salió del baño, envuelto en una cobija gris pringada con migajas de pan. «Mi casa», exclamó en medio de un sollozo, «¿dónde está mi casa?».

—A mí puede esculcarme —dijo el chofer. Sus ojos dieron con los restos del baño y lo que alguna vez había sido el tocador y se echó a reír. Nada quedaba en ningún sitio.

—¿Cómo se atreve a reír? —dijo el señor Thomas—. Esa era mi casa. Mi casa.

—Créame que lo siento —dijo el chofer, haciendo esfuerzos sobrehumanos para contenerse; pero cuando recordó el súbito tirón del carro y la subsecuente lluvia de piedras y ladrillos, no aguantó más y echó a reír otra vez. Primero estaba ahí la casa, aún erguida entre los hoyos de bomba con la dignidad de un hombre con sombrero de copa y luego, de pronto, ¡crash! Nada quedaba, absolutamente nada—. Lo siento de veras, señor Thomas. Créame que no es nada personal. Es solo que, bueno, tiene usted que admitir que no deja de ser gracioso.